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'Quién lo va a perdonar así, no tiene ni sangre', dijo Ever Charris a su esposa Claudia, mientras sostenía una cerveza en la mano. Entre tanto, sus dos pequeños hijos le tomaban fotos al primer flagelante que se acercaba a rezar el credo en la cruz ubicada frente a ellos. Con dos pasos hacia atrás y la disciplina incrustada en su inflamada espalda continuó el penitente su camino, rodeado de la mirada de otros feligreses ignorantes de su manda.

Sentir en carne propia el mismo dolor que, cuenta la Biblia, sintió Jesús el día de su crucifixión es la ofrenda que cada Viernes Santo realiza un grupo de personas provenientes de distintas zonas del país que buscan mediante la autolaceración, la cura de enfermedades y de los pecados que dicen tener. El acto congrega lugareños y visitantes para observar, sentados en sillas, el 'desfile' de los flagelantes de Santo Tomás.

Desde las nueve de la mañana aparecen al principio de la calle La Ciénaga las comitivas de los autoflagelados; pero mucho más temprano, los vecinos del municipio atlanticense preparan el negocio del día: sillas para alquilar, sopas y arroces para el almuerzo, bebidas para refrescar la ardiente mañana, juegos para distraer a los niños.

'Es una muestra del amor hacia Cristo, la gente no lo entiende así. Por eso es bueno que nos vean, para que se pregunten por su propia fe', expresó Jair Conrado, quien lleva siete años acompañando a su tío desde Sabanalarga a cumplir la promesa que hizo a Dios, para ver recuperada a su madre de unas molestias de salud que desconocen su causa, porque su fe hace innecesaria una consulta al médico.

Al hablar, las expresiones faciales de Conrado demuestran la confianza que tiene a la devoción de esta práctica pagana, que ha sido rechazada por la Iglesia. 'El Señor los escucha porque son sus hijos, no importa lo que hagan', afirmó el párroco de Santo Tomás, Jaime Marenco, quien a dos meses de haber llegado al pueblo espera transformar esa costumbre en otra forma de sacrificio.

En un pueblo católico desde su fundación por la comunidad agustiniana, que en esa época apoyaba la flagelación, para desarraigar una costumbre de generaciones 'deberán, primero, dejar de existir los milagros'. Así lo sentenció César Muriel, cuya familia es el vivo reflejo de esta creencia. 'Lo que hacemos no tiene otro nombre, es fervor a Dios'.

Manda de cuatro generaciones. Los tomasinos de apellido Muriel se dieron a conocer más allá de las fronteras del pueblo hace pocos años, cuando la carrera futbolística de uno de sus miembros, Luis Fernando Muriel, lo convirtió en una de las estrellas de la selección Colombia con tan solo 24 años de edad. Pero el talento en las canchas es solo una novedad de la juventud. En su familia hay una tradición religiosa más fuerte que las piernas con las que patea el balón.

Desde hace varias generaciones algunos miembros de la familia Muriel participan como flagelantes el viernes de Semana Santa en Santo Tomás, una costumbre que trajeron los españoles al departamento hace más de 200 años.

'Comencé por mi padre, que en paz descanse. Lo veía desde niño en aquellos caminos de tierra, el dolor lo aguantaba por nosotros, sus hijos', contó César Muriel Gutiérrez con lágrimas en sus ojos. Aunque nació en Sabanalarga, todos sus parientes son de Santo Tomás; se siente de allá y, así, siguió el legado cuando tenía 32 años.

Duró cinco años autolacerándose, hasta que conoció los pormenores de la práctica y se dedicó a ayudar a quienes, como él, buscaban el perdón y la adoración de Dios. 'Me convertí en el jefe de los flagelantes, tenía patrocinadores que me ayudaban con el licor que se les echa y con la comida. Llegué a tener 14 cuando en Sabanalarga se mantenía la tradición, pero allá lo hacían como negocio y eso se acabó', dijo Muriel.

El ardiente sol no lo cubrió ni el sombrero que llevaba Muriel, que con la mano se secaba la frente del sudor que le dejó la caminata de tres kilómetros que recorrió con sus dos hijos mayores: César Augusto y Aníbal.

Después de ayunar durante siete viernes seguidos, un viaje de 70 minutos anunció el principio del final de su sacrificio, por lo menos de este año. Los penitentes se alistaron con su usual atuendo: el torso descubierto, una capucha en la cabeza, un pollerín blanco con cruces negras y los pies descalzos.

Desde el playón del caño de Las Palomas salieron los hermanos a paso lento, infringiéndose dolor con siete bolas de cebo colgadas de pedazos de cabuya. Tres pasos hacia adelante y dos hacia atrás marcaban el trayecto sobre la calle, que para sorpresa de ellos, fue pavimentada.

'Con la arena que había antes uno arrastraba el pie para no sentir el sol, pero el cemento calienta más la planta y uno se cansa mucho más', dijo Aníbal al mostrar sus pies con llagas en carne viva.

Durante el recorrido los flagelantes deben arrodillarse ante siete estaciones de cruces para rezar por sus peticiones, símbolo de los siete viernes de cuaresma, los mismos en los que no probaron ni un bocado de desayuno. En cada parada, el picador les hace una cortada con un bisturí. César Muriel, padre, fue quien ayudó a sus dos hijos en esta parte de la experiencia.

César Augusto lleva 19 años en penitencia y la mantendrá 'hasta el final de mis días', una cadena perpetua que comparte con su hermano Aníbal, quien tiene tres años más que él en la práctica.

Después de dos horas la piel ya no siente dolor, aunque de la parte baja de la espalda broten gotas de sangre que manchan de rojo la tela blanca del traje. La tortura terminó en la Vieja Cruz, una pequeña capilla donde dieron gracias a Dios por permitirles mantenerlos en pie, un rezo interior en medio de curiosos que rodean el altar cada vez que un flagelante de acerca.

Iglesia en contra. Dos días antes de lo normal, el viernes de dolores, se inicia la Semana Santa en Santo Tomás, una herencia cultural traída desde Sevilla, España, durante la época de la colonia. Entre las actividades era muy reconocido el desfile de los flagelantes, que se hizo público en el municipio en 1861, según el historiador y sociólogo Pedro Badillo.

Para el padre Marenco, la flagelación hacía parte de una realidad histórica, pero hoy eso ya ha sido superado. 'No podemos vivir en un pasado, hay que darle evolución al proceso de fe', manifestó el religioso, quien lidera un proyecto personal para transformar esta práctica.

'Representar a un pueblo con sangre, en tiempos donde se habla de paz, no es correcto', dijo el padre mientras sus ojos observaban lo que quedó después de que todos los flagelantes desfilaran por la calle principal. La música continuó. La comunidad y sus visitantes comían y bailaban como en época de carnaval.