Transcurría 1995, Fidel se había escapado de su agenda oficial en Cartagena para visitar la casa de su amigo Gabriel García Márquez. Los astros se me alinearon. Castro venía de Bariloche (Argentina), de la 5° Cumbre Iberoamericana, donde habló con revolucionaria jactancia, quizá en el discurso más corto de su vida.
No se le había aparecido un ángel y era entusiasta promotor de la causa de los países no alineados, para cuya cumbre estaba en Cartagena. Estados Unidos, entretanto, lo apretaba más que nunca.
La ley Helms-Burton estaba en plena gestación y el bloqueo a Cuba se endurecía ostensiblemente.
De Cartagena, Castro viajaría precisamente a Nueva York, a la Asamblea de la ONU. En el fragor de aquellos tiempos, con 69 años, Castro lucía rejuvenecido.