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En abril de 1948 Fidel Castro estuvo unas horas en el aeropuerto de Barranquilla en compañía de unos toros de lidia. Esa fue una de las tantas revelaciones que me hizo en la cena privada que me ofreció en mi calidad de vicepresidente de Colombia, el domingo 25 de junio de 2000.

​Pero, ¿por qué esa especialidad, si debían ser muchos los funcionarios de alto rango que desfilaban a diario por La Habana y aspiraban a poder conversar en privado con el comandante? Dos hechos estaban detrás de mi invitación al Palacio del Pueblo: el origen cubano de mi padre y una llamada de Gabo.

En efecto, mi padre, José Santos Bell Moreno, nació en La Habana, en marzo de 1921, donde vivió hasta los doce años cuando, a la muerte de mi abuelo, se vino a Colombia y solo regresó a la Isla sesenta y siete años más tarde. Ese hecho no hubiese tenido mayor relevancia en mi vida o en la vida de cualquiera con un padre cubano, si en 1959 Fidel Castro no hubiera entrado triunfante a La Habana para inaugurar el primer régimen comunista en América Latina. En los años sesenta, que fueron los de mi infancia, Castro habría de convertirse en una especie de monstruo, satanizado por la Iglesia Católica y por todos los gobiernos del continente; y Cuba, sinónimo del infierno.

​Sucedió también, que en el Colegio San José, donde cursé parte de la primaria y la secundaria, existía un cura perteneciente a una de las familias más adineradas de Cuba, cuyo patrimonio había sido expropiado por la Revolución. No había, pues, clase de religión o historia en la que dicho cura no despotricara contra Fidel. Todas esas circunstancias y el hecho de que en aquel entonces el apellido que llevo era único en la ciudad y en el país, hicieron que desde muy temprano se me despertara una gran curiosidad por el origen cubano de mi padre y, por supuesto, por la figura de Fidel.

Supongo que para Fidel Castro pudo haber sido un motivo de curiosidad saber que el padre del vicepresidente de Colombia era cubano, cuando Gabo le contó en una llamada que le hizo en 1999. De seguro que esa debió ser la razón por la cual, cuando con mi familia visitamos La Habana en la Semana Santa de ese año, recibimos un tratamiento especial por parte de las autoridades oficiales.

Una noche, el vicepresidente Carlos Lage nos invitó a cenar en una de las casas de protocolo de la Cancillería y ¡cuál no sería la sorpresa, cuando Fidel apareció de improviso a saludarnos y a conocer a mi padre! Estuvo media hora y, locuaz como siempre, pronosticó que si los Estados Unidos llegasen a invadir a Irak, sus tropas se verían envueltas en una interminable guerra en las calles de sus ciudades.

​Pero la visita de 1999 no fue oficial. Se trataba de que mi padre pudiera realizar el sueño de volver a recorrer los pasos de su infancia antes de morir; algo que ocurrió, para mi pesar, tres años después.

En agosto de 2000, sin embargo, y en desarrollo del Plan Caribe impulsado por la Vicepresidencia, volví a la isla, encabezando una delegación oficial de empresarios para asistir a una feria comercial en Santiago y celebrar varios convenios culturales y comerciales con esa ciudad, que tiene un gran parecido con Barranquilla, en algunas partes. Igualmente inauguramos una exposición de arte del Caribe colombiano en La Habana.