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Barranquilla parece vacía. El mes de enero ha encontrado desolada a la ciudad. Basta asomarse a las calles para darse cuenta de que, por estos días, la ‘Puerta de Oro’ se mueve con una lentitud que resulta por demás extraña. Los autos transitan sin problemas, los embotellamientos se reducen. Las calles tienen menos peatones que las recorran y la vida de la capital atlanticense, con su ritmo casi frenético, merma.

Es sábado, pero no como cualquier otro. Comienza el primer puente festivo del 2017 y las calles se sienten como ajenas. Los taxistas están contentos porque no hay que sortear las usuales —y casi interminables— filas de automóviles. Aunque también se quejan, y lo hacen porque sus ingresos empiezan a bajar. La operación es lógica: si no hay gente, no hay carreras.

El sol urticante de las 10:15 de la mañana calienta los adoquines de la Avenida del Río. Aún no hay muchos visitantes, pero según Daifol Cordero, guardia de seguridad de turno, es cuestión de tiempo para que empiecen a llegar. Y no miente, transcurridos 10 minutos, en el malecón hay ya unas 50 personas; después de todo, a algún lugar deben ir a departir aquellos que se quedaron o están de visita en la ciudad y buscan distracciones.

La brisa y el olor a la pesca del día se enmarcan dichosos entre un despejado cielo azul y una alfombra verde sobre el río. Las garzas y otras aves zancudas completan el paisaje. Este corto tramo, adornado por pequeños muelles y miradores, ha significado para los barranquilleros la vuelta al que fuera alguna vez un tema de conversación más cotidiano para ellos: el río Magdalena.