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Se repite, con insistencia despiadada, que la liquidación de Electricaribe es un ejemplo más de la inseguridad jurídica que abunda en América Latina.

En su reciente obra ¿Por qué fracasan los países?, los profesores D. Acemoglu y J. Robinson le dieron nuevos aires a la idea de que las instituciones juegan un papel preponderante en el crecimiento global. Para los autores, las claves del desarrollo económico pueden encontrarse en el empeño de hacer cumplir fielmente la ley, aun en contra de la oposición de poderosos grupos de interés.

Eso es precisamente lo que ha hecho Colombia en el caso de la Electrificadora del Caribe: darle aplicación rigurosa al texto de nuestra ley de quiebras, con el propósito no menor de proteger a 10 millones de ciudadanos y preservar el orden público económico. Debe advertirse que las normas en cuestión no son caprichosas ni confiscatorias. La figura de la intervención es idéntica a la que aparece consagrada el Artículo 128 de la Constitución española; la regulación colombiana en materia de insolvencia es sustancialmente similar a la de los países miembros de la Ocde.

Tampoco está de más recordar que el Estado colombiano se vio forzado a recibir en intervención a una compañía moribunda. Según los informes más recientes, el 90 por ciento de la red de distribución de Electricaribe está en estado crítico; los cortes de energía de más de 100 horas al año que sufre la Costa doblan el promedio del país; la compañía le debe $2,4 billones a sus acreedores y tiene un pasivo pensional sin fondear de más de $700.000 millones. Es fácil olvidar, con el tiempo, que la intervención se cumplió un día antes de que comenzara un racionamiento generalizado de energía en la Costa Caribe.

Enfrentada a la aguda crisis de Electricaribe, la Superintendencia de Servicios Públicos optó por cumplir con la ley de quiebras colombiana, para defender los intereses de usuarios y acreedores.

Pero en algunos círculos internacionales se ha querido desnaturalizar una decisión que sería simplemente rutinaria en otros países. Se habla ahora de la figura tóxica de la expropiación, cuya simple mención evoca imágenes de ilegalidad y populismo desenfrenado. Con ello, parecería pretenderse intimidar a un país que se precia de la estabilidad de sus instituciones legales y de la protección que siempre le ha ofrecido a la inversión extranjera. Por el momento, sin embargo, no se conocen argumentos de fondo para cuestionar la necesidad o procedencia de la intervención, ambas fundadas en contundentes estudios técnicos. Tan solo se repite, con insistencia despiadada, que la liquidación de Electricaribe es un ejemplo más de la inseguridad jurídica que abunda en América Latina.

Cabe, entonces, preguntarse si a alguna persona, en su sano juicio, se le ocurriría presentarse ante la Comisión Europea o el Congreso de los Diputados, en España, con la propuesta de eximir de la ley de quiebras a una compañía insolvente. Semejante insensatez estaría condenada inexorablemente al fracaso.

¿Por qué habría de esperarse un resultado diferente en Colombia?