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Para la familia Molina es inevitable. Cada vez que Jair, uno de los cuatro hijos de Alberto Sánchez Molina, se cansa de barnizar, reparar, pintar o vender mecedoras, suele buscar al interior de su hogar un lugar para descansar. Por supuesto, ningún otro mejor que una mecedora.

En su casa, ubicada en la calle 55 con carrera 31 de Barranquilla, cada cuarto tiene por lo menos una silla de madera. Eso, sin contar las que guardan en su taller, ni las que exhiben en la terraza de su morada. En el primero, más de 110 y en el segundo, 24.

Una línea de estos muebles permanece balanceándose por la brisa sobre la acera. Están vestidas con fundas de color morado, rojo, beige, azul y forradas de madera teca, roble y cáñamo. Cruzan la calle y se mecen sobre el bordillo de al frente. Después vuelven a saludar siete casas, donde hay otro negocio de los Molina. Están más tarde cruzando la calle y luego, una vez más.

Por eso, el barrio Lucero, localidad suroccidente de Barranquilla, tiene una vía a la que llaman ‘la calle de las mecedoras’ o la de los momposinos. El negocio familiar hace parte de una tradición de más de 40 años, cuando uno de los tíos, a quien le dicen el patriarca Santos Molina, emprendió el viaje de transportar desde Mompox (Bolívar) una decena de mecedoras para comenzar la venta entre sus vecinos y vecinas.

'Si usted toma un taxi y le pide que lo lleve a la calle de las mecedoras, en seguida lo traen aquí', vaticina Alberto Sánchez Molina, un carpintero de 56 años con barba estilo candado.

Cuenta que al barrio llegan los más escopetados y humildes de la ciudad a comprar sus productos. Lo dice porque la mecedora, un invento con origen en el siglo XVIII, es 'completamente multiestrato'.

'Es como el sombrero vueltiao, que no importa cuánta plata tengas en los bolsillos, aquí todo el mundo lo lleva bien puesto. Lo ve uno en todas partes e incluso fuera del país', expresa el hombre, de origen –por su puesto– momposino.