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La tarde de sábado de José Luis Mesa había transcurrido tranquila y sin ningún tipo de inconvenientes. Él, un ganadero incipiente, salió de su parcela junto al arroyo León, en el barrio Los Ángeles de Barranquilla, a buscar un cerdo para matarlo y luego vender la carne. No llevaba prisa, pues le había pedido a uno de sus vecinos que le cuidara sus cinco vacas: una preñada, otra lechera y tres novillos.

Así, con paso suave y campante, recorrió el sendero de arena en búsqueda del porcino, que le garantizaría unos cuantos pesos para el fin de semana. De repente, como un zumbido atronador, el teléfono celular empezó a vibrar en su bolsillo. Era una llamada de su compadre, el encargado de cuidar las vacas, quien le notificó que los animales no estaban. Eran las cuatro de la tarde.

El hombre, oriundo de Pinto, Magdalena, corrió velozmente hasta llegar a la finca, solo para encontrar el hueco en el corral improvisado, montado con láminas de acero y algunos trozos de madera, por el que escaparon las cinco vacas. Junto a su compadre y su esposa partieron hacia las parcelas cercanas en búsqueda de los animales, que, para su pesar y desconocimiento, habían tomado una ruta diferente: arroyo arriba hacia la Avenida Circunvalar.

Cruzaron semáforos e invadieron andenes. Las vacas de José Luis Mesa se movieron como un transeúnte más ante las cámaras y flashes de los celulares de quienes, detenidos por la marcha de los animales, admiraron desde sus vehículos el andar paciente de las reses.