En un cementerio encendido por las llamas ardientes del sol de Barranquilla yace un centenar de televisores viejos. Profanados, retirados de sus tumbas, estos dispositivos son reanimados y hasta disecados por un grupo de nigromantes de la tecnología.
Con el único objetivo de traerlos de vuelta a la vida, como el mítico doctor Frankenstein, un grupo de ancianos electricistas operan en sus talleres, no de ultratumba, pero sí de chispas y choques eléctricos.
Televisores gordos, viejos y polvorientos reposan en los estantes de este edificio gris y oscuro, en donde estos hombres se encargan de darles un nuevo comienzo.
Contrario a las costumbres de las funerarias y los campos santos, estos dispositivos electrónicos son reencauchados y devueltos al ruedo casi como nuevos, sin necesidad de rezos, rituales antiguos o libros de hechizos.
Ahí, en plena calle, los cadáveres están expuestos bajo la luz del día y son los transeúntes los que comercian con ellos, buscando un precio accesible por una pantalla vieja que les permita vivir la telenovela de todas las noches.
Fusibles, antenas, cables y circuitos eléctricos son exhibidos bajo toldos manchados de polvo, en pequeños puestos de madera ubicados en el andén.