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Con la gorra negra sobre su pelo blanco, como un tablero de ajedrez poco convencional, el anciano pone los pies sobre el asfalto. Unos zapatos viejos, cuyas suelas están deterioradas debido a las altas temperaturas y a tantos años de uso diario, contrastan fuertemente con sus gafas juveniles, también oscuras como el gorro que lo protege del sol intenso.

En un andén angosto de las cientos de calles que hay en Barranquilla, este hombre canoso, llamado Rafa por sus colegas, amigos y clientes, se asentó para ganarse la vida, o lo que le queda de esta. A sus 70 años, con sus hijos casados y siguiendo sus propios caminos, no tiene que preocuparse por llevar a casa el pan de cada día, solo por procurarse las tres comidas; aunque a veces le toque saltarse alguna.

Cuida carros, lo que no es una profesión, pero que lo llena de orgullo y alegría. Cuando Rafa se quedó sin empleo, vigilar vehículos en la calle pasó de ser una opción remota a una realidad inevitable. Así como casi todos sus colegas en Barranquilla, terminó apoderándose de unos cuantos espacios de parqueo por cosas de la vida, pues 'nadie sueña con dedicarse a esto'.

Antes reparaba carros, los mismos que hoy vigila con los últimos vestigios de su vida, marcada por las largas jornadas de trabajo y por la tristeza profunda de una pensión que nunca existió, o de un descanso merecido para alguien de su edad. Aún con esa cruz encima, Rafa sonríe. Sí, con la dentadura blanca reluciente bajo la luz de la mañana, atiende a los conductores que dejan bajo su cuidado sus preciados vehículos. 'Buenos días', saluda. 'Que Dios lo bendiga', les dice.

Dentro del antiguo concesionario, hoy un local abandonado, tiene una pequeña carpa y un colchón inflable. En las noches, un poco después de la 1:00 de la madrugada, acomoda su pequeño cambuche, en donde duerme todas las semanas de lunes a sábado. Se levanta a las 5:00 de la mañana, se toma un tinto, y cuida carros todo el día, hasta que se apagan las últimas luces de los negocios cercanos.

'Yo antes reparaba carros justo en frente', cuenta al tiempo que señala con su dedo índice un local comercial al otro lado de la calle. La piel de sus manos, así como la de sus brazos y el rostro, tiene manchas oscuras por el impacto del sol, pequeñas esferas negras que reflejan no solo el paso de los años, sino el peso de estos. 'Cuando me quedé sin trabajo todos por acá me conocían. Entre esas unas muchachas que trabajaban en un concesionario que antes quedaba aquí, donde ahora sigo cuidando carros', recuerda.