Hay quienes afirman que los vecinos son como familia. Más aun, cuando con ellos se ha convivido durante largos periodos de tiempo. También, cuando se es quien les renta el apartamento o la casa en la que habitan. Así le sucedió a Claudia, la dueña de dos apartamentos que colindan en San Roque, en el centro de Barranquilla. Son inmuebles sencillos, pero bien ubicados, con cercanía a todos los comercios de la zona, la tradicional iglesia y las rutas de transporte masivo de la ciudad.
Un apartamento así, bien cuidado y con tan buena ubicación, no se consigue con un precio tan módico, como el que -según contó- le tocó pagar a Mercedes, la inquilina. La morena, junto a su madre, su esposo y sus dos hijos, se mudó hace cuatro años a la vivienda, luego de que Claudia les diera luz verde para la operación de trasteo. $240.000 de arriendo mensual, sumado a los servicios públicos y las pocas mejoras que había que hacerle a la propiedad, fue la suma que acordó pagarle la mujer a la propietaria, que residía a una pared de distancia.
Al apartamento había que pintarle 'unas cuantas cositas', pero Mercedes se puso manos a la obra. Arregló puertas, cambió cerraduras y se instaló con todas las de la ley, emocionada por tener un buen techo bajo el que vivir. Sus dos hijos, pequeños retoños, comenzaron a asistir a un colegio cercano y su esposo, que trabaja en una empresa de cerámica, estaba a unos pocos minutos de su lugar de trabajo. Todo iba bien, todo era de colores. La vida, aun con sus problemas diarios y sus preocupaciones cotidianas, marchaba de 'mil maravillas'. Nada podía quitarles esa felicidad.
Así pasaron los años, y la relación entre Mercedes y Claudia se hizo más estrecha. No eran amigas, de visitarse en las tardes y tomarse una taza de café viendo las novelas de la televisión nacional; ni tampoco extrañas, como aquellas vecinas que ni se saludan al encontrarse en la puerta. Ambas mujeres compartían lo necesario, pero lo hacían con gusto. Si había un problema con los pagos, Claudia entendía; si había que hacerle reparaciones a la casa, Mercedes las hacía. Vivían en comunión, y así se fueron cuatro navidades, hasta que le llegó la noticia a la inquilina.
Debía abandonar el apartamento. El motivo, sencillo: la propietaria necesitaba el inmueble. No le dio muchas razones ni explicaciones, pero el contrato que habían firmado desde abril de 2015 debía llegar a su fin. No hubo rollos, ni peleas ni discusiones, como lo contó Mercedes, solo una negociación de términos pacíficos. A fin de cuentas, como la mujer tenía que abandonar su residencia, todo debía quedar pago: los servicios públicos y el arriendo.
Pero Mercedes tenía una nueva misión, conseguir una nueva vivienda. Como ella es ama de casa y vive junto a su mamá, que le ayuda con los niños, su esposo es el que se encarga de los gastos de la casa. Por eso, le pidió a su mujer que consiguiera algo económico y cercano, para que así los niños pudieran seguir en el mismo colegio en el barrio San Roque y él cerca de su trabajo.
Después de revisar varias opciones, la pareja decidió mudarse a un apartamento cercano. Ahí mismo en San Roque, donde habían vivido los últimos años, y con un precio parecido. Pero el propietario les pidió un tiempo pues debía terminar de instalar el contador del agua y de hacer unas reparaciones. El problema, que en un comienzo era conseguir un lugar al que trasladarse, ahora era el plazo. Si permanecían más tiempo en el inmueble de Claudia, Mercedes y su familia debían pagar los días que allí residieran, junto a los recibos y el consumo de servicios públicos.
El tiempo que el nuevo arrendador le dio a Mercedes fue de quince días hábiles, casi tres semanas, lo que implicaría tener que pagar un mes completo de arriendo en el apartamento de Claudia, donde todavía reside. Con la esperanza de que el proceso de instalación del contador se demore menos, la mujer acudió junto a su mamá al despacho de los jueces de paz, con el objetivo de diligenciar un acta que dejara por escrito el acuerdo de pago para la finalización del contrato.