En la vida hay compañeros y amigos. Los primeros, con quienes uno comparte en un espacio de trabajo, o en el colegio, son aquellos que pueden darle una mano, o ayudarle de vez en cuando, pero no son los que se consideran incondicionales. Los otros, en cambio, son la familia que uno escoge, los que ayudan a lidiar con los problemas y los que, cuando las cosas se ponen malucas, dan la cara sin problemas.
En las carreteras, por ejemplo, muchas veces solitarias y sin compañía alguna, las relaciones entre conductores y jefes suelen volverse amistades, pues hay pocas cosas más sinceras que una conversación después de un viaje de trabajo, o al volver de un paseo. Aun más con el pasar de los años, pues cada uno va conociendo la personalidad del otro: qué le enoja, qué le gusta y sobretodo, cómo trabaja.
Así le pasó a Ricardo, conductor de camionetas de materiales pesados. Hace siete años que maneja el mismo vehículo, de doble cabina y con platón, en el que ha recorrido gran parte del departamento del Atlántico, trabajando en diferentes obras y construcciones. Pero la camioneta en el papel no es suya, le pertenece a su jefe, junto a otras cinco que también ruedan por las carreteras.
Enrique, el propietario de las camionetas, es un señor de 57 años, apenas siete veranos mayor que Ricardo, uno de sus más fieles empleados. Durante ese mismo tiempo, desde 2012 hasta el 2019, el conductor trabajó en uno de los vehículos de este empresario, que los alquilaba a diferentes proyectos para así ganarse unos cuantos pesos. Con el paso de los años, y entre más tiempo pasaban juntos, Ricardo fue aprendiendo cómo lidiar a su jefe, que era propenso a enojarse si las cosas no salían como él las había planeado.
Pero lo que no pudo planear fue la enfermedad, una que lo tumbó durante más de un año, tiempo en el que Ricardo se puso al frente del negocio. Como administrador, apoyado en su experiencia en la conducción de vehículos y en la mecánica de estos, el hombre consiguió diferentes contactos con otras empresas. Todo con el objetivo de mantener rodando los vehículos y que siguieran generándole ganancias a Enrique, completamente alejado del negocio por su delicado estado de salud.
Tras varios años de servicio empezaron los problemas: Enrique, enfocado en otras cuestiones, no entendía muy bien las cifras que le entregaba Ricardo, quien además se encargaba de los pagos de los otros conductores. Su sueldo era el salario mínimo, sumado a un porcentaje del 10% por cada viaje realizado en la camioneta. Así le dio de comer a su hija y le pagó la universidad. De a pocos, y con esfuerzo, le mantuvo la empresa a Enrique, que poco a poco se iba mejorando.
Además, el conductor-administrador se encargó de conseguir los fondos para la reparación de los vehículos, o de buscar llantas si a alguno le hacía falta. Le fió a unos, le prestó a otros, y todo lo pagó con los viajes que él y sus colegas hacían. La empresa seguía en pie, hasta que el flujo del mercado y la aparición de una competencia con mejores carros y mayor logística terminaron por dañarle la plaza.
Durante todo ese tiempo, que finalmente resultó siendo más de tres años, Ricardo se encargó de los pagos y de la liquidación de todos los conductores, que poco a poco se fueron retirando del negocio. Las camionetas quedaron en desuso y la empresa de transportes de materiales pesados que un día fue próspera, lentamente se fue convirtiendo en un baúl de recuerdos que no dejaba muchas ganancias. Tal fue el caso, que uno de los vehículos dañados terminó en la casa del propio Ricardo que, sin el dinero suficiente, no fue capaz de arreglarlo para regresar a los caminos del Atlántico.
Pero entre todas las diligencias, pagos y responsabilidades que asumió, a Ricardo se le olvidó una muy importante: liquidarse a sí mismo. Desde el 2015, la última vez que lo liquidó Enrique, hasta el día de hoy, el conductor nunca tomó el dinero correspondiente a esta responsabilidad, que en total suma cerca de $3.500.000. La verdad, según contó, es que nunca se había puesto a pensar en eso, hasta que la vida le hizo caer en cuenta.
Así como a Enrique, que ya está saludable y de vuelta en el negocio, una enfermedad alejó de los caminos a Ricardo. Un problema en el ojo izquierdo lo ha venido aquejando hace unos meses, tiempo en el que no ha podido manejar. Con 35 años de experiencia frente al volante el conductor no ha tenido más opción que quedarse en casa, pues los médicos también le sugirieron que reposara si quería curarse del todo.
Seis meses en total pasó incapacitado, sin poder subirse a un vehículo a conducir. A su hija, con quien vive, ya no le alcanza el dinero para los alimentos de la casa y para las medicinas, que pueden costar hasta $200.000 semanales. Fue por eso que, desesperado, acudió a un juzgado de paz, al que citó a su jefe, Enrique, para que este lo liquidara de una vez por todas, y así poder pagarse una operación de la vista que le permita volver a trabajar.
Pero, aunque todo estaba dentro del marco de la legalidad, había un problema: el contrato entre Enrique y Ricardo era verbal. ¿Los pagos?, de manera informal. No había certificados de nada, por lo que el conductor solo se presentó con las pruebas médicas y con un as bajo la manga: las copias de la liquidación de 2015, el único papel que certificaba que había trabajado para su empleador.
Audiencia. '¿Cómo hacemos para llegar a un acuerdo entonces?, preguntó Enrique en presencia de la juez de paz Nidia Donado, quien los recibió en su despacho para dirimir el conflicto. 'Lo primero es que usted me tiene que pagar la liquidación de esos tres años y medio de trabajo que faltaron, don Enrique', le contestó Ricardo. 'Yo necesito esa plata para operarme el ojo y poder volver a trabajar'.
Los dos hombres, casi que de la misma edad, se veían muy parecidos pero a la vez diferentes. Ricardo y Enrique estaban vestidos casi que como personas opuestas. El conductor vestía de pantaloneta y tenis, mientras que el propietario de mocasines y camisa tipo polo. Uno llevaba reloj de plástico, el otro uno de oro. A pesar de estas diferencias, los dos tenían un semblante de preocupación. Ricardo por su ojo, por la cantidad de tiempo que llevaba sin trabajar, y Enrique por el pago que tenía que desembolsarle a su empleado.
'Yo te tengo una propuesta', dijo Enrique, quien además de preocupado parecía mareado, como si aún no se hubiera recuperado del todo de su enfermedad. 'Déjame pagarte $4.000.000 por los tres años y medio de liquidación que te debo y $500.000 por estos seis meses que no has podido trabajar'.
'Pero es que esas incapacidades se pagan por mes de salario... o sea que en total eso son como seis millones de pesos', le contestó Ricardo con voz seria. 'Aunque eso lo podemos arreglar... como le dije, a mí solo me interesa manejar de nuevo'.
Enrique se entusiasmó: 'escúchame, escúchame. Yo te pago esa plata y después arreglamos la camioneta, vamos a ponerla a producir de nuevo. Yo quiero que tú seas mi socio, no mi empleado. Yo aporto el carro y tú tus conocimientos en ese mundo. La cosa está maluca pero eso lo sacamos adelante'.
'Dejémoslo en cinco millones, lo de la sociedad que lo defina la juez'. Ricardo parecía contento. No solo por la plata, sino por la posibilidad de volver a trabajar.
'A mí me parece perfecto, esa es la idea de esta justicia. Si ustedes hubieran ido a la oficina del trabajo les habría tocado adelantar un trámite engorroso y pagar una cantidad de dinero sin arreglar. Acá, aparte de que arreglaron entre los dos, van a terminar siendo socios', dijo satisfecha la juez de paz.
Los dos hombres asintieron, aceptando el trato al que habían llegado. 'Dame unos días y yo te pago la mitad de la plata, para que te operes, ya después te entrego el resto y hablamos del negocio. De esta salimos, Ricardo, tú eres un buen tipo y buen trabajador'.
'Que así sea', le dijo a Enrique mientras le estrechaba la mano. 'Usted también es un buen tipo, Enrique, a pesar de las diferencias que hayamos tenido yo siempre lo he respetado'.