Todos los que conocen de fútbol saben que jugarlo sobre tierra es casi que otro deporte. Y los que no saben, al menos entienden que con los baches la pelota corre más lento y que con el sol, que se levanta como un titán furioso sobre el terreno, hace más calor y, por lo tanto, el esfuerzo es mucho mayor. En el barrio La Magdalena, cuna de muchos de los talentos del balompié barranquillero, jugar sobre arena es más que 22 jugadores en una cancha. Para sus habitantes, vecinos y visitantes, todos los domingos no solo se juegan finales o picaditos inocentes; se vive una tradición, que los ha congregado por más de 60 años alrededor de la misma cancha.
En un domingo en la cancha de arena del barrio La Magdalena se vive una experiencia religiosa. Y sí, quizás relacionado con que es el mismo día de la resurrección y de la eucaristía, los futbolistas se levantan del suelo renovados, siempre enérgicos, dispuestos a seguir sudando, raspándose y jadeando para consagrarse unidos en el grito sagrado de gol. En el terreno de juego no existen los estratos sociales, las deudas ni los problemas. Cuando son once contra once, cegados parcialmente por el polvorín que levanta la brisa barranquillera, una patada es casi que un abrazo y un regate, una muestra de cariño.
Alrededor de la cancha, aguateros, mamás, esposas, tíos, primos y padres observan a sus familiares y amigos sufrir bajo el sol inclemente. A lo mejor en un acto de compasión, o de puro disfrute del sufrimiento ajeno, todos ríen y gozan, ambientados con la música que retumba de los picós de las calles cercanas. Ninguno de los que jugaron en La Magdalena la han olvidado, sobre todo –cuando dicen– que sigue igual que hace 60 años.