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Entre recuerdos, casi que en filtro sepia, las imágenes de una casa esquinera, de verdes jardines y paredes blancas, retumbaron en el corazón de Julieta. Las visiones de una Barranquilla diferente, más tranquila y comunitaria, se empañaron en sus ojos, que transportados a la década de los 60 brillaron con una luz nostálgica.

En aquel entonces, en pleno mandato del conservador Guillermo León Valencia, $80.000 le habían bastado para adquirir su vivienda en el norte, en donde había más monte que casas y hectáreas de terreno baldío.

Recordó que su esposo, un visionario para aquel entonces, la convenció para no comprar la casa en el barrio Recreo. 'En el norte está el progreso, hacia allá es que va a crecer Barranquilla', fueron las palabras del hombre, un profeta en tiempos difíciles, pues cerca a la esquina de la carrera 43B con calle 85, en donde hoy todavía residen, solo había un par de casas en varios kilómetros a la redonda. Era el año de 1964, un verano antes del nacimiento de su hijo Javier Redondo, quien creció al mismo ritmo de la capital del Atlántico.

Javier contó que no había nada más emocionante que los clásicos de bola ’e trapo, cazados entre semana y jugados cuando se pudiera. Como integrante del equipo de la 43B, lo más importante era ganarle a los de la 44, o de la 45. No tenían que ser equipos completos, ni los famosos 11 contra 11 que se daban en las canchas populares de Barranquilla. A veces se jugaba dos contra dos, o tres contra tres, pero por el honor de la cuadra, insignia en aquel entonces del orgullo infante y adolescente, todo valía a la hora de enfrentarse a dribles y patadas.

De a 20 pesos daban los jóvenes para comprar la bola ’e trapo, que más que un elemento deportivo era una caldera caliente, quemando a su paso manos y pies descalzos. Las calles se cerraban y los niños corrían libres en ellas. Bicicletas, patinetas y más rodaban por el cemento fresco, lejano a los primeros trancones que ya se formaban en el centro de Barranquilla. Una infancia de ensueño, recuerda Javier, quien hoy a sus 48 años todavía anhela esas tardes y noches de callos, amistades y sueños.

El mismo parque Venezuela, nodo de la recreación de toda una generación de jóvenes barranquilleros, era el escenario de partidos de basquetbol, fútbol y otros deportes. 'Era un entorno sano y tranquilo', recordó Javier, hoy en día padre de familia. 'Jugar bola ’e trapo era todo un ritual y no había nada más sabroso que uno pasarse en esas, con los amigos, todas las tardes y noches. Imagina cómo haría uno para cerrar una calle como esta, la 85, a las 8:00 de la noche hoy en día para jugar. ¡Es hasta ilegal!', dijo.

A dos casas de su lugar de residencia, otra mujer también recordó lo que era vivir en esa época, una que era 'tranquila y sin tantos agites como los de la vida moderna'. Gilma Borrero, que lleva más de 30 años en esa cuadra, recuerda que -en aquel entonces- era muy común que entre sus vecinos, los Muvdi, Gutiérrez, Redondo, entre otros, 'se compartieran los víveres' o sus hijos jugaran juntos en las calles.

'Las amistades de nuestros hijos eran muy buenas, al igual que el trato de nosotros cuando necesitábamos algo. Lastimosamente con el pasar de los años varios de ellos se han ido, por lo que hoy en día nos sentimos como aislados', contó Gilma.

Esos núcleos familiares, hoy cada vez más ausentes en el norte de Barranquilla, en donde se han proliferado los edificios y los conjuntos residenciales, crearon vínculos que poco a poco se rompieron, hasta tal punto que solo un saludo distante en la calle, quizás por pura casualidad, pueda traer entre ellos mismos esos recuerdos de una infancia de oro, convertida en una adultez en una ciudad completamente diferente.

Así como el fútbol, otra de las grandes pasiones de los habitantes de esta cuadra, y de los varios cercanos, era ir a cine. Los teatros Capri y Coliseo, cercanos entre ellos, eran el epicentro de las juventudes, que acudían a ver los grandes estrenos o a encontrarse con sus amigos. Muchos de ellos iban nerviosos, temblando del miedo por sus primeras citas; o llenos de emoción, ansiosos por ver una película taquillera.

'Era una emoción muy bonita, que los niños fueran a los cines que quedaban por aquí cerca, a unas pocas cuadras', recordó Gilma Borrero, al igual que los otros vecinos de la cuadra. 'El Coliseo tenía la particularidad que no tenía techo, pero era muy bacano para ir a ver películas y pasar un buen rato', agregó Javier Redondo.

Pero esas épocas no duraron para siempre, pues el avance de Barranquilla, con edificios altos y muchos vehículos, se movilizó rápidamente al norte, poblando también todos sus terrenos baldíos y el monte. Lo que era un par de casas se convirtió en un barrio, y los grupos de calles conformaron una localidad. De las decenas a las centenas, y así a los millares. Ya no había bola ’e trapo, ni el escondido, ni basquetbol por las tardes. Lejos quedaron esos años, y también las amistades y los compartires.

'Claro que extrañamos esa época, pero uno se va adaptando a las situaciones. Todo el mundo ha cambiado bastante: las amistades no son las mismas y hay poca comunicación, al menos entre los nuevos vecinos que han llegado', dijo Gilma.

Como en una cápsula del tiempo aún viven estas personas en sus casas quincuagenarias, protegidas del paso de los años, pero no de la nostalgia que florece en sus jardines como las trinitarias que brillan coloridas a las afueras de las viviendas.

Con 50 años encima y muchos más por vivir, Javier, Gilma y Julieta volvieron a sus viviendas. Detrás de las puertas seguirán con sus jornadas, alejados de esas prisas del mundo moderno, absortos en su ambiente de Navidad y tranquilidad. La cuadra de la carrera 43B, entre las calles 85 y 87, como bien la describieron sus habitantes, no es más que un lugar quieto, al que -poco a poco- sigue llegando la imparable marcha del progreso urbano.