Compartir:

Con el brillo tenue de las lucecitas arrancó la mañana en la cima de la montaña, cuando el sol apenas se asomaba en el horizonte. Desde ahí arriba, vista prodigiosa, no solo se veían las copas de los árboles y el reflejo apenas perceptible de las primeras luces del día sobre los tejados de lata, sino también las siluetas de las personas que entraban y salían de la comuna, un centenar de casas que cubren toda la falda de la montaña y que se extendían hasta la carretera a varios kilómetros de distancia. 

Quienes llegaban, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, maniobraban con evidente cansancio sus coches de madera por los últimos metros del camino, una carretera destapada y con baches de lodo, que serpenteaba hasta perderse de vista entre los cambuches y las casetas que abundaban en medio de la oscuridad. Desde allá arriba, en la montaña, las lucecitas amarillas y blancas seguían brillando con poca fuerza, casi como si reflejaran la tristeza de aquel lugar, cuando a su alrededor las madres despertaron a sus hijos, pues la jornada escolar estaba cerca de empezar.