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Osvaldo José Abello Rubio había empezado a perder la batalla: tenía heridas en brazos y piernas, el agua le había despojado de toda su ropa, su calzado y hasta el único dinero con el que contaba (15.000 pesos colombianos) cuando por eternos minutos una rejilla de seguridad que estaba cediendo ante la presión del agua era la única barrera que evitaba que su cuerpo se fuera raudo por un caño de la Vía 40 que comunica con el río Magdalena, un tránsito que a esa altura de la mañana hubiera sido mortal.

Se sentía sin fuerza, adolorido y de a poco se estaba resignando a que la muerte le iba a llegar en la malla de la Escuela Naval de Suboficiales por lo que, ante la inminente sensación de que su vida estaba a punto de acabarse frente a varios ciudadanos que presenciaron con angustia el hecho, empezó a indicar medidas desesperadas a los primeros hombres que arriesgaron su pellejo para sacarlo del aprieto.

Primero solicitó que le amarraran un cinturón al cuello, que no importaba el dolor, pues a esa altura no tenía prendas por la cual ser sujetado y extraído del caudal. Para colmo de males, su cuerpo estaba demasiado mojado y era completamente escurridizo a manos amigas que tenían que también lidiar con la fuerza de la corriente.

Luego –cuando ya empezó a sentirse ahogado producto de la incalculable cantidad de agua que ingirió– suplicó con la voz casi apagada a los rescatistas que no lo dejaran morir, que no lo soltaran, que tenía miedo. Toda una escena drámatica que hacia perder la esperanza hasta al más optimista.

Mientras la angustiante ‘pélicula’ paralizó esa parte del corredor industrial del norte de Barranquilla, varios conductores de buses de servicio público (Coolitoral) armaron una fila india con sus automotores con el objetivo de que la carcasa de sus vehículos se convirtiera en un muro que mermara la potencia del arroyo que descendía por la calle 66 y que, a la postre, empujaba al hombre hacia un destino mortal.

Pero la situación no tardaría en salirse de control con el pasar de los minutos. Los valerosos hombres que intentaron ayudar al inicio no le encontraban solución a la compleja ecuación que suponía rescatar a un hombre de un potente arroyo, la paciencia se acababa, varios se agarraban la cabeza mientras que otros curiosos simplemente se dedicaban a entregar sus conceptos sobre la siguiente maniobra heroica a realizar. En esos instantes, fue cuando empezaron a salir los prónosticos pesimistas. 'Ese man se va a morir', se escuchaba en la calle.