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Angélica María Blanco tiene sentenciada su suerte o, mejor dicho, su mala suerte. Hace nueve años fue diagnosticada con insuficiencia renal crónica terminal y los médicos, en ese entonces, le explicaron que solo podría continuar su vida con algo de calidad si se sometía tres veces a la semana a estar conectada –por cuatro horas– a una máquina de diálisis, un desgastante proceso que la mantiene con calambres, depresión, dolores de cabeza y malestar general.

Por aquellos días, tenía 20 años, un hijo de tres calendarios, unas ganas inmensas de comerse el mundo, el deseo de estudiar enfermería y sacar adelante a su humilde familia. Se sentía plena. Viva. Quería disfrutar cada instante, pero el destino hizo su jugada. Hoy, casi una década después, con varios kilos menos, el rostro demacrado y la piel áspera y despigmentada, siente, según ella, que está cada vez más cerca de la muerte.

La vida de Angélica cambió de manera rápida y drástica. Sus riñones, a pesar de su juventud, empezaron a fallar a pasos agigantados, los dictámenes de los especialistas empezaron a ser cada vez menos alentadores y, en ese festival de malas noticias, llegó la más obvia, pero la más dolorosa: necesita sí o sí un trasplante del órgano en mención. Ahí comenzó su verdadero viacrucis. Derramó lágrimas a cántaros. Se sintió maldita. Renunció a lo que quería ser.

Angélica lloraba tanto que sus lágrimas podían fácilmente humedecer los hombros y brazos de su hijo, su esposo y su madre, quienes duermen arrejuntados –como si fueran uno solo– en una maltrecha cama ubicada en una casa de no más de seis metros cuadrados. Hoy casi no llora, pero la pasa cruelmente mal. La mayoría de veces solo come una vez al día porque en su nevera lo único que hay en cantidad son botellas de plástico llenas de agua. No sobra la mitad de un limón viejo. No hay ni siquiera un tomate. Cuando prueba bocado, junto a sus seres queridos, por lo general son raciones de arroz con fideo y huevo. En las mejoras épocas alcanza para la carne o para el vaso de sopa, pero sabe que no siempre 'hay pa’ tanto' y debe conformarse con lo que haya.