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Diferentes caras, un solo dolor. A Meryvictoria González, una venezolana de 25 años, su expareja sentimental la molió tanto a golpes que el retoño que crecía en su panza no pudo abrir los ojos en este mundo.

A Esmith Fontalvo, una sabanera de 34 años, el ‘cobarde’ con el que vivía, pensionado de las Fuerzas Militares de Colombia, la humilló, manipuló, abusó sexualmente y la pateó sin descanso hasta que su autoestima dejó de valer lo suficiente para pensar por ella misma.

A Marbelys Peinado, otra mujer migrante de 28, la bestia de la que se enamoró le arrebató su tranquilidad al caminar en las noches de un lado a otro afilando un machete y un punzón, el mismo objeto con el que después la agredió y que con amenazas e improperios le terminó arrebatando su alegría.

A Ana Castro, una baranoera de 28 años, su relación pasada la dañó tanto que llegó a pensar que cuando se paraba al espejo solo veía una bola de carne inservible e inútil.

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A Milena Silvera, una baranoera de 44 años, su agresor la manipuló tanto que se volvió demasiado sumisa y se alejó del trabajo, los estudios y cualquier espacio donde pudiera empoderarse como mujer y crecer.

Y a Yenerilsa Márquez, una barranquillera de 31 años, su tormento casi la incinera viva y la asesina con un hacha.

Hoy cuentan su historia, pero la realidad dicta que -por poco- no lo hacen. Estuvieron más cerca de integrar las listas de feminicidios en el departamento, que de cumplir su cuento de hadas. Aún así, encontraron las llaves para salir del cuarto del horror donde estaban.

Sus historias son así. Crueles. Crudas. Sin maquillaje. Sin anestesia. Porque quitarle oscuridad a su pasado es restarles culpabilidad a sus agresores.

Porque necesitan tener claro lo que vivieron para no mirar atrás. Para llorar y sanar. Para que sus manos, que antes sólo se ocupaban de secarse las mejillas y atajar un golpe, hoy empiecen a tejer el nuevo génesis de sus caminos con finas artesanías, un proceso creativo que cura, las hace felices y les genera ingresos económicos.

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