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15 de febrero de 1990. Aeropuerto Ernesto Cortissoz. El imponente y admirado Air Force One, en ese entonces un Boeing 707 (SAM 27000) personalizado de 46,61 metros de largo y 44,42 de ancho que sirve como medio de transporte del presidente de Estados Unidos de América, inicia sus maniobras de aterrizaje en el espacio aéreo de Soledad, Atlántico.

Es casi el mediodía y hay algo de tensión en el ambiente. Pocos saben con certeza lo que pasa. La mayoría de los accesos están restringidos, el personal está alerta y un grupo de periodistas locales e internacionales, que conocían del arribo, están expectantes en los pasillos de la terminal, pero no tienen mayores detalles.

Varios pies debajo de la aeronave, en la pista del aeródromo atlanticense, que tiene una longitud de 3001 m y un ancho de 45 m, no hay ningún movimiento. Solo sopla el viento. Las calles de salida y abordaje están desoladas. El muelle de carga luce sospechosamente tranquilo.

Todo está dentro de los parámetros más normales y seguros para que el Servicio Secreto, la agencia federal encargada de custodiar al presidente norteamericano, dé el visto bueno para que los pilotos de la prestigiosa nave desciendan, toquen tierra y desembarquen junto a nada más y nada menos que George W. Bush.

Luz verde. Lobo de Madera (Timberwolf), el nombre clave que utilizaba en sus comunicaciones internas el Servicio Secreto para referirse a Bush, está seguro y puede andar a sus anchas por el campo de vuelo del Cortissoz, pero –de un momento a otro– la situación se volvió estresante.

Por una de las cabeceras de la pista, exactamente por el muelle de carga, un hombre de tez clara, claramente con pinta del interior del país, se movilizaba inocentemente en una pequeña moto. No tenía autorización. No debía estar por ahí. Entonces las comunicaciones estallaron. Más de uno entró en crisis. Se armó Troya.