Dentro de una unidad de cuidados intensivos la angustiosa situación se resume entre ángeles y demonios. Parece el fin de los tiempos. Te inmovilizan de brazos y piernas. Te introducen un tubo por la tráquea para que los pulmones no fallen.
Te llenan de cables y te aíslan de lo único que podría servir para comunicarte con tus seres queridos: el celular. Estás solo. Solo con tu soledad. Agonizando sin saberlo porque la mayoría del tiempo no sabes que estás muriendo.
Cuando recobras la conciencia, un periodo frágil y corto, te ves más delgado, desorientado y perdiendo la batalla. Te aferras a lo que amas, oras, piensas, luchas y vuelves a cerrar los ojos.
Tienes claro que el covid te está haciendo daño. Que a veces es necesario pasar varias horas boca abajo para aumentar la cantidad de oxígeno dentro de tu cuerpo. Pero lo anterior es insoportable. Y ahí empiezan los dilemas.
De si lo que se hizo en vida fue suficiente. Que si cumpliste un propósito. De cómo afrontarían una nueva perdida tus más cercanos. Pero no pierdes la fe.
Entonces decides aguantar otro día más y cuando puedes volver a hablar tu cuerpo puede estar tan fuertemente sedado que sufres de alucinaciones. Llamas a tus amigos y les aseguras que estás muerto, que hablas desde el más allá.
Es el peor de los escenarios y eso que no tienes ni idea de que tu familia la está pasando peor. Solo les informan de tu estado cada 12 horas. Mentalmente y físicamente mal, pero el milagro se les da y notablemente mejoras, te desintuban, te trasladan a cuidados intermedios y luego recibes el alta.
Estás para contar el cuento. Pero indudablemente algo cambió en tu mente. Para bien o para mal.