Desde tiempos inmemoriales, en los cementerios de Barranquilla se han divisado a personas encargadas de un peculiar oficio: llorar a los muertos y rezar por su eterno descanso. La creciente pérdida de creencias religiosas se ha sumado a la soledad que ahora reina en los cementerios como amenazas a una tradición que se resiste a desaparecer.
Fueron seis los rezanderos que abandonaron su estancia en la plazoleta del cementerio Calancala de Barranquilla cuando comenzaron a registrarse los primeros casos del virus en la ciudad, debido a que por su avanzada edad estaban más expuestos; sin embargo, Alexsys Coronel, uno de los más jóvenes permaneció hasta que fue obligatorio el aislamiento.
Una vez le dieron ‘luz verde’ a la movilidad, Coronel volvió a salir con la esperanza de volver a rezarle a los difuntos, como estaba acostumbrado a hacerlo, pero la realidad fue otra; pese a que en Barranquilla se hablaba de reactivación económica, para él y demás compañeros era frustrante porque no podían entrar al cementerio a hacer sus labores.