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De los tugurios más oscuros, viscosos, turbulentos y sucios del inframundo barranquillero, en callejones donde reina el patracio, la heroína, el hurto, la maldad, la muerte y la máxima ejemplificación del detrimento que pueda tener un alma humana consumida por los vicios, salió Harold Estubillo, un hombre vallecaucano que llegó arrastrado a la capital del Atlántico tras el rastro del pegante, la pipa, la mezcla de ladrillo, químicos y los residuos más asquerosos y repelentes de la base de coca.

Ahí, en plenas ‘colmenas’ de pobreza que están insertadas como pulgas al corazón del centro de la ciudad, en medio de vendedores de papeletas de droga y pelaos pandilleros que alquilan un arma por $50.000, en medio de las bodegas de todo lo que se hurta en el centro y mujeres que ofrecen sus cuerpo para sobrevivir, el caleño se acurrucó los últimos dos años, de plena pandemia, sobre las paredes malolientes donde pernoctan los habitantes de calle.

Su vida, a pesar de no quererla así, se derrumbaba y tocaba fondo con cada segundo que pasaba. Él sabía que su mala suerte era su culpa. Pero buscaba, en medio de su eterna ‘traba’, alguna solución.

En esos meses su cuerpo era un costal de huesos y heridas cicatrizadas en los brazos. Los ojos parecían esconderse dentro del cráneo pellejudo. Tenía una espesa y desaliñada barba árabe que le tocaba las tetillas. Olía mal. Muy mal. Estaba raquítico y con las uñas negras y llenas de basura en su interior. Parecía un anciano en la recta final de sus años.

Harold, con sus pocos más de 40 kilos de peso, estaba ‘zungo’, lleva’o y azotado por la porquería que se metía en la nariz. Estaba en la mierda. En la mala. En la antesala del infierno. Porque el cielo, aunque se hubiera muerto, parecía haberse olvidado de él.

En ese mundo, en el que habitan en Barranquilla alrededor de 2.120 personas, según un informe del Dane en 2019, pero que podría ser mucho mayor debido a la pandemia, no existe el calor de hogar, la amistad o la comida. No hay vida. No hay esperanzas, ganas, fe o felicidad. Mucho menos hay amor, pero –al menos en este caso– Cupido asestó un flechazo intercontinental.

'El vicio te hace dañar todo en tu vida. La gente te rechaza. La familia te deja de hablar y se olvida de ti. Uno pierde todo. Yo, lastimosamente, empecé a andar por caminos muy malos a raíz de la droga, pero siempre estuve pensando en que quería una nueva oportunidad', contó el hombre.