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Cuando la canícula estaba en su punto máximo, a las doce del día, todo el pueblo de Fundación se conmocionó y salió de las casas o establecimientos comerciales donde se protegían de los 42 grados de calor para volcarse en masa hacia la salida a Valledupar, exactamente frente al estadio municipal, en el barrio Altamira, donde estaban los restos humeantes de una vieja buseta, con capacidad para veinte pasajeros, que minutos antes transportaba cuarenta niños y dos adultos luego de una actividad religiosa realizada en la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia, a dos cuadras del lugar de los hechos.

Uno de los primeros que llegó al lugar fue Johnny Varón, un humilde lavador de motos que reside en una invasión llamada Cordobita, ubicada a menos de un kilómetro. Lo hizo justo cuando el menor de sus seis hijos, Johnny Jr., de seis años, se lanzaba en llamas por una de las ventanillas. En medio del dolor, que se mantiene en su punto máximo seis horas después, cuenta lo sucedido.

'Yo vi la humareda desde mi casa y tuve un presentimiento fatal pero nunca pensé que fuera algo tan terrible. Cuando me dijeron que era el bus que llevaba los niños de la iglesia, salí corriendo y no sé en qué momento logré correr las cinco cuadras desde mi casa hasta donde estaba el carro prendido. En medio del desespero vi cómo mi hijo se tiraba por la ventanilla y enseguida lo alcé pensando en llevarlo al hospital pero cuando buscaba una moto o un carro, sentí que se me murió en mis brazos. No pensé sino en llevármelo para la casa. Cuando llegué allá y lo puse sobre una cama me di cuenta de que estaba convertido en una masa de carbón', finaliza con el último hálito de voz que le queda, mientras se abraza con un familiar y se lamenta de no volver a oír a su hijo cantar las alabanzas aprendidas en la iglesia.

Perdí seis familiares. Los habitantes de esta población tienen su atención concentrada en la más grande tragedia ocurrida aquí en toda la historia: treinta y un niños incinerados en una buseta por la irresponsabilidad de un conductor que alimentaba de gasolina al vehículo con una improvisada caneca o pimpina que, además, era sostenida por uno de los infantes que iba a bordo, según cuentan testigos del terrible accidente.

Nelson Tapias, un curtido obrero de 63 años que no sabe a cuál de sus seis familiares llorar más. 'Todos eran primos míos; unos más cercanos que otros pero todos llevaban mi sangre. Nadie se imagina lo que es esto. Las lágrimas no alcanzan para llorarlos a todos. No sé cuánto tiempo tendrá que pasar para dejar de oír sus risas o imaginarlos corriendo y jugando. En momentos así es que uno quisiera morirse' dice mientras recibe abrazos y voces de apoyo de sus amigos.