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Con la mirada fija en el horizonte ribereño, como suspendido en el tiempo, desde el terraplén que trata de contener la fuerza del Río, Luis Francisco De la Rosa Pertuz evoca los tiempos idos en su natal Guáimaro. Con los ojos humedecidos y conteniendo las lágrimas, suspira profundo como reprimiendo todo aquello que no logra decir con palabras.

En su rostro, marchito por los años y el ajetreo de la vida, se dibuja la angustia por el acecho del afluente que a pasos agigantados socava la orilla y amenaza con ‘tragarse’ el pueblo. '¡Dios nos proteja!', exclamó el campesino de 62 años, para quien las arrugas no solo las lleva en la cara, sino 'en el alma'.

'Maestro, ¿en qué piensa?', le dijo este periodista, interrumpiendo su estado de ausencia.

'¡En lo que se nos viene encima!', respondió.

Narró que la situación está grave y que la erosión –no de ahora sino de muchos años atrás– se ha ‘comido’ dos calles y que, como van las cosas, si no se toman los correctivos, partirá en dos a Guáimaro.

'Usted no lo creerá, pero en lo que hoy es río, antes estaba el colegio de las monjas, la cárcel y las casas de Pedro Charris, Marily Mozo y Gregorio Rodríguez, entre otras familias. Habían frondosos trupillos, almendros y mangos… pero el Río nos mató el paisaje', comentó con un dejo de tristeza.

Fallido compromiso

En el 2012 y ante el riesgo por su ubicación en la franja costera, varias familias tuvieron que ceder sus casas para levantar el muro de protección, el mismo que hoy se cae a pedazos y que tiene a los habitantes de este corregimiento del municipio de Salamina durmiendo con un ‘ojo abierto y el otro cerrado’.

Había que hacer algo para contener la arremetida del río Magdalena y la solución fue construir el jarillón, pero para ello se tenían que tumbar las edificaciones que estaban en la línea de la obra.

El 11 de abril de ese año, Jaime Pabón, Rafael de los Reyes Castro, Carmen Rodríguez, Gabriel Castro, Sebastián Muñoz y Alejandro Romero entregaron sus lares para que fueran demolidas, no sin antes firmar un acta en el que el alcalde de la época, José Rafael Scopetta, se comprometía a gestionar para ellos la construcción o adquisición de viviendas en lugares seguros.

Hoy –casi seis años después– Alejandro Romero no solo sigue teniendo la amenaza del Río porque se mudó para otro lugar cercano a la muralla que se derrumba, sino que le incumplieron el pacto. 'Ni me dieron casa, ni plata, ni nada', anotó.

Advirtió que como están las cosas y en virtud del acelerado proceso de socavación que se está dando, tendrá que ceder un solar que tiene adyacente al terraplén, ya que el predio se requerirá para las obras de mitigación que se anuncian; y aunque dice que no se opondrá a ello porque es para el bienestar de todos, espera que esta vez la Alcaldía cumpla con lo comprometido.

Actualmente Alejandro no solo lucha para conseguir el resarcimiento del bien que entregó, sino que libra una dura batalla contra el párkinson, enfermedad que se aceleró a raíz de las angustias y los problemas originados por el río, pero también por el engaño y la mentira oficial.

Con ojos de piedad

A lo narrado por Luis Francisco y Alejandro, se suma el llamado que hizo Berys Vargas, la representante de la Mesa de Víctimas del pueblo, quien ante las autoridades ambientales y administrativas que se dieron cita el pasado jueves en la plaza de la iglesia Nuestra Señora del Rosario, les hizo saber el nuevo miedo que los agobia.

Delante de la gobernadora Rosa Cotes, de Alfredo Varela, director de Cormagdalena, y del alcalde municipal de Salamina, José Díaz Marchena, les pidió que 'vean a la comunidad con ojo de piedad'. 'Estamos muertos del miedo, no queremos que suceda otro desplazamiento más', dijo la líder, en clara alusión a los aciagos momentos que vivieron por la violencia del pasado reciente.

Y es que en Guáimaro a finales de los 90 y principios del 2000, la sangre de sus hijos manchó sus calles y caminos; una época en donde la muerte se paseó a su antojo.

En el pueblo recuerdan los asesinatos a manos de grupos ilegales de Lovigildo Charris y su hijo Elmer; de Alcides Rada y Never Sierra, del tendero Leonel Polo, de Samuel Charris y del concejal Humberto De la Rosa.

Esa violencia forzó el desplazamiento, ese que hoy también se vislumbra pero con la diferencia de que el ‘enemigo’ hoy no es el paramilitar, sino la naturaleza.

Los guaimareros confían en la Voluntad Divina y también en la política, pues están viendo interés del estamento oficial por salvaguardar al pueblo de una inundación. Por eso aplauden que ya se hayan establecido pautas para la solución a corto y largo plazo del problema erosivo.