Eran las 8 o 9 de la mañana del pasado viernes santo cuando se oyeron los primeros fogonazos en la parte alta de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los pavorosos estruendos eran causados por el accionar de armas de largo alcance, pistolas y morteros. Primero se escucharon a lo lejos, desde las zonas más montañosas y ocultas, pero con el pasar de los minutos la lluvia de balas confluyó en un mismo punto: La Secreta, una pequeña vereda de Ciénaga, en la que viven cientos de campesinos dedicados al cultivo de café, mango y aguacate, entre otros.
El pueblo, atizado por los estragos de la guerra y el paramilitarismo desde los años 80, se convirtió en el campo de batalla de las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada, también conocidos como Los Pachencas, y los integrantes del Clan del Golfo. Pero –por más angustiante que fuera la situación– a una parte de la comunidad no los tomó por sorpresa. El estallido de la guerra por el control de las rutas del narcotráfico estaba cantado desde hace muchas semanas y, según la comunidad, nadie había hecho nada para evitarlo. El Ejército, a pesar de las preocupantes advertencias de los líderes sociales y de las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, estaba ausente. Eso sí, los sicarios de ambos bandos cumplieron con su palabra de muerte y se dieron cita para darse bala y que corriera la sangre. Aunque, en realidad, según información de la comunidad, los enfrentamientos ya llevaban algunos días.