Durante décadas, Lesaiton Lengoloni no se hacía preguntas cuando su camino se cruzaba con el del animal más alto del mundo. 'Con una jirafa se podía alimentar a todo el pueblo durante más de una semana', recuerda este pastor samburu que vive en la meseta Laikipia, en el centro de Kenia.
'No había un orgullo particular en matar a una jirafa, no como a un león', cuenta este hombre de rostro avejentado, apoyado en un bastón.
Poco importa si la caza de este emblemático animal se considera furtiva, 'era un medio de subsistencia, se comía la carne, se utilizaba la piel para el cuero o para preparar remedios, y las colas eran simbólicamente ofrecidas a los mayores', explica.
Pero con el paso de los años, dice, las jirafas reticuladas, la subespecie que vive en esta región, empezaron a escasear.
A nivel del continente, el número de jirafas mermó alrededor de un 40% entre 1985 y 2015, hasta unos 98.000 ejemplares, según cifras de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que identifica sin embargo distintas dinámicas regionales.
En Somalia, Sudán del Sur, República Democrática del Congo o la República Centroafricana, los conflictos favorecen la caza furtiva y hacen casi imposible los intentos de estudiar y proteger al animal.
En África Austral se registraron notables aumentos, pero en África Oriental, la jirafa reticulada perdió alrededor de un 60% de sus individuos, mientras que la jirafa nubiana ha sufrido un pérdida trágica del 97%. En África Central, la jirafa del Kordofán vio su población disminuir un 85%.