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El apagón que vivió Colombia en los años 90 es uno de los recuerdos más oscuros que tengo de mi adolescencia, literalmente.

Todo comenzó un 2 de marzo de 1992 con el anuncio del presidente de ese entonces, César Gaviria. En pocos minutos y ante la gravedad de lo que nos transmitía a los colombianos, la frase que el mandatario había emitido el día de su posesión ('colombianos, bienvenidos al futuro') quedó a oscuras, abandonada en el papel donde la redactó.

Básicamente, por una sequía que traía el fenómeno climático de El Niño y que disminuyó notoriamente el nivel de los ríos y de los embalses, además del desorden institucional del Gobierno para implementar planes de choque, el país quedó sometido a racionamientos de hasta 10 horas seguidas, como efectivamente sucedió en Barranquilla y el resto de la Costa.

El anuncio presidencial apenas contemplaba dos horas por los próximos tres meses. Luego, en mayo, las dos horas de racionamiento aumentaron (entre cinco y seis) y además adelantaron 60 minutos la hora oficial del país. La iniciativa gubernamental fue del hoy presidente de la República Juan Manuel Santos, que en ese momento fungía como ministro de Comercio.

El primero de mayo en la sede del Icontec, a las 12 de la noche, en Bogotá, Santos adelantó el reloj y en segundos pasamos a la 1 a.m. del siguiente día. A esto se le llamó ‘la hora Gaviria’.

La nueva rutina

El cambio de horario provocó que los estudiantes, empresas e instituciones del Gobierno comenzaran su jornada una hora antes, para aprovechar al máximo la luz del día. Es decir, al colegio salíamos en la madrugada y regresábamos una hora antes.

Al menos en el conjunto residencial Los Laureles, donde vivía en el norte de Barranquilla, el corte de luz comenzaba a la 6 de la tarde y se podía extender hasta las 3 o 4 de la madrugada, en los peores momentos.

Al no haber luz, por ende no funcionaban las motobombas que llevaban el agua a la casa, por esto, la piscina del conjunto se convirtió en un ‘gran pozo’ de donde se sacaba el agua para limpiar los baños y regar las matas.

También recuerdo que mi mamá dejó de hacer mercado, porque la nevera se convirtió en un electrodoméstico de adorno. Apenas compraba lo absolutamente necesario. Las velas era uno de esos articulos, así como las pilas para escuchar radio y el programa La luciérnaga, (el preferido en ese momento) que conducía Hernán Peláez y que nació en medio de la coyuntura.

El apagón, a las malas, también propició el diálogo familiar y entre los vecinos. Para escapar del bochorno, las familias se veían obligadas a salir a la puerta y charlar. Los abuelos contaban historias, uno atacaba al profesor ‘montador’, mi papá y el vecino hablaban de fútbol y pedían la cabeza de todo el Gobierno. Además, se debía estar pendiente de que en la calle los ladrones no hicieran su agosto, aprovechando la penumbra.

En la noche, a la hora de dormir era mejor hacerlo en el piso para amainar las altísimas temperaturas.

La mayoría de negocios pequeños de comidas rápidas cerca del conjunto desaparecieron. Algunos reabrieron una vez pasó el apagón, 13 meses después, pero el daño ya estaba hecho y ninguno se recuperó.

La opinión de Minminas

En 1992 el ministro de Minas de ese entonces, Juan Camilo Restrepo, aconsejó comenzar con el racionamiento de energía. El motivo principal era la reducción del nivel de los embalses del país, entre esos el de El Peñol, que llegó al 20,66 por ciento. A esto se le sumó una huelga en la termoeléctrica Corelca, en la Costa.