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Una madrugada de octubre de 2013 volé de Barranquilla a Medellín y de Medellín a Cali. Un conductor de ojos oscuros me recogió a media mañana en el Aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón para llevarme por tierra hasta Popayán. Iba a cubrir para EL HERALDO el Primer Encuentro Iberoamericano de los Oficios, una reunión de artesanos convocada por la Escuela Taller de Popayán, con el apoyo del Ministerio de Cultura. En el evento participarían desde tejedoras wayuu hasta talladores ecuatorianos. Buena parte eran desplazados por grupos armados, víctimas del conflicto y reinsertados.

Todo pintaba bien. Era un miércoles soleado y la travesía por los cañaduzales del Valle del Cauca era más que pintoresca, hasta que entramos a Puerto Tejada, Cauca, una de las llamadas 'zonas rojas' de la guerrilla. Allí, varios negros corpulentos y armados custodiaban la entrada al municipio desde las primeras esquinas. Saqué la cámara. El conductor se confesó nervioso. Me pidió que la guardara para 'evitar problemas', tras advertirme que en el área no gustaban de periodistas. Dobló unas cuadras más adelante y tomó a prisa la vía Panamericana.

El afán nos duró poco. De camino a nuestro destino nos encontramos con un trancón en plena troncal. Apenas se podía circular por un carril a la altura del puente Mandivá. El motivo era un atentado de las Farc, el tercero en la zona en menos de un año, pues ya habían volado los puentes Piendamó y Ovejas.

Un carro bomba cargado con 150 kilos de explosivos estalló en el Mandivá dos semanas antes de mi paso. Pero el desasociego seguía. El hueco en el puente lo revivía. Las fallas en la estructura extendían la pena y casi un año después, en septiembre de 2014, parte de ella se desplomó en medio de las labores de reconstrucción. Entonces los heridos ya no eran solo los seis de 2013, de los cuales dos eran niños, sino también los obreros que intentaban repararla.

Las heridas en el puente permanecieron hasta enero de 2015, cuando el Ministerio de Transporte, a través del Instituto Nacional de Vías, autorizó el cierre temporal de la vía a la altura del kilómetro 64 con el fin de reconstruir la losa quebrada. El puente estaba quebrado, necesitaba mucho más que cáscaras de huevo.

Pasaban los minutos, pero nosotros no. No podíamos. El tráfico seguía bloqueado hasta que un grupo de militares ordenara la reapertura del carril medianamente transitable. El hueco impresionaba a los conductores y los pasajeros trataban de evadirlo al mirar hacia el otro lado, donde la escena era aún peor.

Al otro costado de la vía aguardaban los afectados por el atentado. Los vendedores que intentaban reconstruir sus tenderetes. Los rostros resignados. Los amilanados. Me bajé del carro con la excusa de comprar maní. Hablé con una señora de delantal de flores que vendía platanitos en bolsa. Me dijo, delante de dos jóvenes que comían empanadas, que 'ese día' –como si todos supieran que se refería a aquel 15 de octubre– creyó que el mundo se iba a acabar. Contó que los perros chillaban, que los gatos desaparecieron y que los policías no sabían qué hacer.

Pasaron cerca de 15 minutos y el conductor y yo seguíamos ahí, en fila. Había tanto por mirar que no me importaba quedarme más. Había tanto por sentir, tanto por entender. Detrás del carro encontré las caras de varios muleros desesperados. Algunos con sueño. Todos con ansias de entregar y recoger cargas, pero detenidos a la brava. Obligados a parar en el camino.

Había buses intermunicipales con letreros de colores. Todos represados. Estáticos, pero encendidos. Se escuchaban los motores y la musiquita para animar la espera. Había motos, taxis, carros particulares. Más buses. Curiosos. Curiosos abordo de buses y carros. Caras que salían por las ventanillas. Viajeros atrapados. Llanto atrapado, contenido. Había dolor de patria. Pena. Pena por lo que no es tuyo, pero tampoco ajeno.

Ese día vi tres puentes maltrechos. Un camino roto. Sí, roto, dividido. Colombianos separados por una brecha impuesta. El relato de estallido inesperado que consumió la calma, un estallido voraz.

Ese día conocí otra cara de la guerra. No una de soldados, no una de combatientes, sino de quienes perdieron negocios y almas. La de aquellos a los que parecía pesarles el haber quedado vivos. La de esos que seguramente sueñan con la paz.

El jueves, con la imagen del presidente Juan Manuel Santos y ‘Timoleón Jiménez’, alias Timochenko, en Cuba, durante la firma del documento con el que sellan el fin del conflicto en Colombia, pensé en el Cauca.

Volví al puente Mandivá. Volví al recuerdo y pensé que la paz es como dinamita. Como una carga de larga mecha, 52 años, que hasta ahora se encuentra lo más cerca posible del fuego. Entendí que es ese deseo que estalla en el pecho y nos lleva hasta las lágrimas al pensar en la posibilidad de una vida sin miedo. De un país sin puentes quebrados.