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Era un viernes de los de siempre en Bogotá. El tráfico de la carrera séptima caminaba a paso de tortuga en ambos sentidos aquel 7 de febrero de 2003, atorado entre el transporte público y carros particulares ya sin restricción vehicular. El tradicional paisaje urbano de la capital de la república cuando cae la noche.

El Club el Nogal se había convertido desde 1995, cuando fue inaugurado, en un referente de esa zona de la capital de la República, al que no le faltaban las miradas de transeúntes. Ya sea por el tipo de construcción moderna que sobresalía en medio de edificios de corte tradicional, como por la permanente presencia de unidades policiales y militares, reforzada por personal privado de seguridad en sus puertas de ingreso. Como bien lo resumió alguien, El Nogal era un Palacio de Nariño al norte de la capital.

Se calcula que unas 600 personas, entre socios e invitados, disfrutaban en esa fecha de las diferentes opciones programadas para socios e invitados, en un día de la semana previsto como el de mayor asistencia. En el piso 9, la piscina climatizada contaba aún con algunos visitantes. Parejas bailaban en el piso 7, con música de DJ. En el sexto, donde funcionaba entonces parte de la zona húmeda, las cabinas estaban a tope. Y en el bar del cuarto nivel, uno de los espacios más codiciados para tomar una copa y picar algo con amigos, los meseros se empleaban a fondo para satisfacer a clientes reconocidos que casi siempre buscaban acomodarse en los mismos lugares.

Las posibilidades de que ese ambiente de gozo, confort y camaradería en salas y otros espacios se pudiera turbar por culpa de una acción criminal eran mínimas. A no ser de que el enemigo no viniera del exterior sino que estuviera en sus propias entrañas. Como en efecto ocurrió con dos hombres: John Freddy Arellán, profesor de squash, y su tío, Oswaldo, autores, junto a otros familiares, del último eslabón de un plan urdido por las Farc: un coche bomba cargado con más de 200 kilogramos de explosivo C-4.

Lo que sobrevino a partir de ese momento del que nadie recuerda la hora exacta pero sí el impacto, es un infierno multiplicado por cada una de las personas que colmaban el club. La piscina, como todo el edificio, se estremeció al recibir el brutal golpe proveniente de abajo. Por puro milagro, no hubo fracturas en ella que pudieran causar su desprendimiento.

En cambio, de ahí para abajo, todo - o casi todo - voló por los aires. En el séptimo, el ‘Anoche hablamos del amor’ de Sergio Vargas paró en seco para dar paso a una onda mortal que se llevó consigo a parejas y a empleados, sin permitirles reacción alguna. Tampoco tuvieron tiempo para guarecerse las personas que un segundo antes dialogaban, envueltas en toallas, en los turcos y saunas.

Pero si hubo un lugar en que el explosión generó el mayor caos y causó el mayor número de víctimas mortales y heridos, ese fue el piso cuarto. No solo porque allí se encontraba mucha gente sino porque una grieta inmensa que se fue abriendo paso segundo a segundo tras el estallido del coche, terminó por devorarlos.

Entonces, en el interior de esos miles de toneladas de construcción convertidos ahora en añicos comenzaron a vivirse, por igual, historias de tragedia y de esperanza. De un lado, las de quienes no sobrevivieron a la explosión o buscaron, en vano, a sus familiares y amigos, fallecidos. Como Juan Carlos Ujueta Amorocho, quien resultó con graves lesiones y perdió a su hermano Alejandro, en aquel día que se le borró de la mente, pese a los esfuerzos por recordar, lo que sucedió en El Nogal.