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La sala de velación Virgen de las Mercedes ha quedado desierta, en el nimbo de un silencio que no alberga ni los ecos de responsos enunciados con dolor profundo y un coraje creciente.

El cortejo fúnebre y los deudos de Rosa Elvira Cely parten con su duelo y el peso de una indignación que ya no es solo de ellos sino de una sociedad que de nuevo asiste al escenario de lo aberrante y que tiene que aceptar que una parte suya está muy enferma. Descompuesta.

Escudados en un entendible hermetismo, los allegados a la víctima se alejan a la privacidad de su tragedia, sin embargo, el séquito toma visos de muchedumbre. Amigos, vecinos, viandantes espontáneos y comunicadores, todos irritados, marchan hacia las exequias; mientras las autoridades trabajan contra el reloj para cerrar el cerco a los culpables de la violación, el maltrato y la muerte de Rosa Elvira, la mujer que en el trastorno del vil ataque del que fue mártir, alcanzó a llamar a la línea de emergencia y a delatar a sus victimarios.

A pocas cuadras de la funeraria, en la esquina de la calle 57 con avenida Caracas, donde se localiza el Colegio Manuela Beltrán, don Benigno Pérez lucha con la fuerte ventisca que de pronto amenazó con llevarse los tabloides que vende en su puesto ambulante de dulces y que esa tarde dan cuenta de la noticia que refiere la muerte de Rosa Elvira. Como Benigno, ella trabajaba vendiendo golosinas y alquilando celulares.

El dependiente desconoce que la dama citada en los titulares a punto de volar ejercía su mismo oficio en el día, y en las noches cursaba el bachillerato en el colegio cuyos muros le sirven para que él retrepe un carruaje de viandas abigarradas. Sus horarios se cruzaban. Cuando Benigno recogía el rimero de bombones para irse, ella llegaba presurosa a la primera clase.

El estrépito de un timbre que retumba hasta en la avenida, indica que los colegiales de la jornada vespertina saldrán a descanso. No demora la caterva de adolescentes en colmar los patios, y su lúdico bullicio en contrastar con el pesar de profesores y directivos que intentan resumir con documentos y evocaciones lo que fue el paso de Rosa Elvira Cely por la institución. Los docentes, con el mismo interés de los investigadores, tratan de saber qué pasó esa noche, con quién salió Rosa, a dónde fue…

Cursaba décimo grado y aspiraba a graduarse en diciembre. El programa nocturno maneja un plan de secundaria semestral en el que los alumnos adelantan dos cursos en un mismo año.

A excepción de trigonometría, Rosa Elvira llevaba un promedio alto en todas las asignaturas y se perfilaba como una de las alumnas más sobresalientes. Tenía mucho afán por recobrar el tiempo perdido en el albur de la vida que le habría impedido diplomarse desde mucho antes.

Tenía 35 años, era natural del municipio antioqueño de Santa Bárbara, y llevaba mucho viviendo en el barrio Galerías de Bogotá, sector donde la reconocían por su emprendimiento y el don de servicio social. No era diferente en el Colegio Manuela Beltrán, allí se destacó por cumplir los deberes y por el fervoroso anhelo de terminar sus estudios con honores. Días atrás, había consignado el valor de las pruebas del Icfes que presentaría en septiembre.

Era comprometida con sus estudios, el trabajo y su papel de madre. Muy temprano dejaba a su hija de doce años en el Colegio Palermo, de allí salía para el puesto de dulces frente al Hospital Militar, donde trabajaba hasta las cinco de la tarde. A esa hora se iba a recoger a Juliana, su niña. La llevaba a casa de la abuela y se marchaba a clases en el Manuela Beltrán.

Dicen que Rosa salía poco en las noches, solo que ese miércoles 23 de mayo, después de la jornada, aceptó la invitación de algunos compañeros, uno de los cuales andaba en motocicleta. Fue el último día que asistió al colegio.

Es jueves 31 de mayo. Nuevamente se estremecen las tapias del instituto por el timbre de las 6:10 de la tarde. Los alumnos salen en tropel de las aulas buscando el portón a la calle, el escándalo merma en la medida en que abandonan las instalaciones.

En los arreboles de la tarde, al igual que el salón 302 de Química –la clase final que vio Rosa–, el Manuela Beltrán vuelve a quedar silente hasta el timbrazo de las 6:30 que anuncia la llegada de los estudiantes de la nocturna. El panorama es distinto.

Entran en pequeños grupos. Los condiscípulos de Rosa Elvira se guarecen en el resto de la comunidad, se rehúsan a hablar, hay un miedo latente. “Dos compañeras de Rosa saben lo que pasó, pero están amenazadas”, advierte un estudiante que reserva su nombre y que mira hacia el parqueadero donde están las motocicletas. Los homicidas misóginos podrían estar en clase en ese momento.

“Éramos 32, ahora somos 31 en el grupo”, se lamenta. Luego, como sucede desde hace varios días, al colegio llegan investigadores del CTI. Todo indica que la muerte se esclarecerá pronto.

En efecto, la noche del viernes primero de junio la Policía anunció la captura de Javier Velasco, un cuarentón sindicado de ser el violador y homicida. Revelada la noticia, Doris Stella Vergara, la rectora del colegio, confirma que se trata de un alumno de la misma institución que cursaba noveno grado. Entonces, una amiga de Rosa Elvira vence el temor y describe al capturado: “ese tipo la molestaba. Tiene cara de morboso y pervertido”.

Por César Muñoz Vargas
@Sde177segundos