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Su edad está frisando los 80 años y todavía conserva un cuerpo recto y longilíneo, físicamente se parece al periodista Chelo de Castro, pero ejerce una profesión llamada a desaparecer del discurrir de esta urbe. Es peluquero o barbero, como se les decía en tiempos no muy lejanos. Ahora son estilistas.

Llegó con su familia desde, en ese entonces, la lejana Sabanalarga, en el año 1946, llegando a asentarse en el barrio Boston, donde vivían ya unos parientes. Era entonces un jovencito que ayudaba a su padre en la zapatería, oficio en el que, supuestamente, tendría el sustento de la vida. Su papá lo enseñó a ir al viejo Boliche a conseguir los elementos necesarios para proveerse de los insumos de la zapatería, y allí comenzó su formación como barbero.

En la orilla del caño se asentaban varios de ellos y el tímido jovencito se quedaba por varias horas mirando el trasegar de tijeras, navajas, peines y los menjunjes característicos de ese noble oficio. Hasta que un día, uno de ellos, sin preguntarle si sabía o no, le entregó los trastos y puso a disposición del novel aprendiz la cabeza del parroquiano de turno, y cual novillero en formación, cortó el pelo del caballero. Allí cambió el destino de zapatero por el de barbero.

Con la técnica aprendida y con la experiencia de muchísimos cortes de cabello y afeitadas de barbas de las gentes del mercado bolichero, se atrevió a pedir trabajo en las barberías que ya estaban establecidas en el barrio Boston. Comenzó su labor en la peluquería de un colega que estaba ubicada en todo el frente de la iglesia del Socorro, donde trabajó por mucho tiempo. En su recorrido por las peluquerías bostonianas dejó su impronta de tipo serio, que casi no habla durante su labor, contrariando el estereotipo del peluquero de ese entonces y del actual, que figuradamente es una persona conversadora y sabedor de todas las noticias y chismes del barrio y de la ciudad.
Hoy en un local, tan viejo como él, todavía con manos expertas y pulso firme, lo encontré con la navaja de afeitar de las viejas, rasurando a uno de sus clientes. Al final de la delicada operación, pasó por toda la piel por donde había pasado la navaja, un pedazo de alumbre para “cerrar” y desinfectar las posibles miniheridas causadas con el artefacto, seguido, una buena porción de loción con olor a pachulí y el tipo salió contento y oloroso. Después me tocó el turno a mí. Gracias, Francisco Córdoba Movilla, el último barbero.

Arq. Antonio Carlos
Almendrales Casado
tonyalmendra@yahoo.es