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Aún recuerdo que todas las tardes cuando bajaba el sol, mi padre nos tomaba de la mano, a mi hermano menor y a mí, para llevarlos a visitar a nuestro “Yiddo” (abuelo paterno en árabe), que ya bordeaba los 80 años de edad. Allá, sentados junto a él, podía uno sumar más de seis o siete siglos de edad, y no sé cuántos milenios de sabiduría y de fascinantes relatos e historias, que contadas en ‘arañol’ (mezcla de árabe y español), eran la causa de nuestras carcajadas infantiles. Ese contacto con los mayores fue creando en nuestras mentes, con el paso del tiempo, un mundo fascinante al cual comenzamos a pertenecer, al tiempo que jugábamos a la lleva, al escondite y a la bolita de uñita.

Fue así como aprendí a querer y a valorar la sabiduría de los viejos; a escuchar su hablar pausado; a callar mientras un largo suspiro de aliento antecede el final abrupto de sus cuentos; así, en silencio, aprendí también a comprender sus interminables sueños y sus incomprendidos olvidos. De su mirada lejana y muchas veces perdida en el horizonte, conocí del anhelo y la añoranza por la tierra querida. De los besos en sus mejillas me quedó para siempre el olor del hombre rudo, añejo pero cariñoso.

Gracias a Dios me fue posible mostrarles a mis hijos ese maravilloso mundo de los mayores, mientras sus abuelos maternos vivieron; gracias a que crecieron en su misma ciudad, casi todos los días los llevábamos a visitarlos. No tengo duda de que los adoraron entrañablemente y que les harán falta. Con la reciente partida de su abuelo materno, ambos me han dicho en repetidas ocasiones: “Papi, porfa, llévamos a la casa del ‘Tito’, así sea para sentir su olor en la casa”.

“El que no tenga un viejo que lo compre”, dice un antiguo refrán árabe.

Alfredo Amín Prasca
alfredoaminprasca@gmail.com