Compartir:

Desde que los clásicos en la Grecia antigua le empezaron a mostrar a la humanidad a través de la Escuela de Los Sofistas, los primeros bosquejos de lo que es la institucionalidad de un Estado coherente en sus diferentes formas de gobierno, el mundo fue asimilando el ejercicio de la política como activo imprescindible en el desarrollo de los pueblos y como activo fundamental de la participación comunitaria en las decisiones estatales. Así nació la democracia. Después fue el Medioevo y la historia moderna la que nos enseñó que la libre expresión y el valor de las posturas oposicionistas se necesitan para corregir las hojas de ruta de los gobiernos de turno. No en vano los tratadistas de las escuelas francesas, alemanas e italianas desde hace más de siete siglos fueron sentando las bases de un estado moderno que le diera a la humanidad la verdadera noción de los Derechos Fundamentales del hombre. Hegel, Hobbes, Kant, Montesquieu, Rousseau, Maquiavelo y tantos más, profundos si se quiere en el alcance de su conocimiento como Fichte o Nietzche, llegaron con Hans Kelsen a la verdadera arquitectura de una teoría del Estado que es dominante en el mundo hoy día. Colombia, en el concierto de su desarrollo histórico no ha escapado a esa estructura y a través de sus constituciones políticas ejerce la libertad de acción en la política, en los derechos civiles y en los estatutos de oposición.

Pero nosotros los colombianos no tenemos el sentido equilibrado y científico de la oposición. Lo que tenemos es un remedo de ella. Habitamos en medio de los odios, pasiones, egocentrismos. Muy pocos a través de la historia han pensado en el país ejerciendo la política, porque se la pasan pensando en ellos. Cuando vemos en estos días el cerco creado para asfixiar al presidente Santos, para ahogarlo, para desprestigiarlo, para estigmatizarlo, todos amparados con el disfraz de la oposición política, es fácil descubrir que ahí detrás, entre bastidores, no hay otra cosa que el vergonzante argumento de las próximas elecciones.

¿Qué más quieren los colombianos de Santos? ¿Acaso su política de reducción de empleo no ha dado resultado? ¿Su desafío valiente para intentar la paz no es suficiente? ¿Sus políticas de inversión social no son productivas? ¿El desarrollo económico con cifras que hablan solas es para esconder? ¿Los índices de cobertura social en el comienzo de las infraestructuras de vivienda en qué quedan? ¿Insertar al país en la globalización de una realidad comercial no es destacable? ¿La Ley de Víctimas que le propuso el liberalismo no es un ejemplo para el mundo? ¿Acaso su política exterior no ha sido impecable? Porque la verdad es que Santos no tiene la culpa de lo que sucedió en el fallo de La Haya. ¿Entonces nada de eso tiene valor?

Podemos estar de acuerdo o no con Santos, discrepar de muchas de sus actuaciones, reclamarle determinadas decisiones. En una democracia todo ello es permitido. Pero con altura, con elegancia, con decencia. No con patanería, a ese odio enquistado que es el arrastre de la miseria de nuestra historia. Todos los presidentes quieren acertar. Uribe Vélez inclusive fue un gran presidente que buscó la seguridad del país.

Pastrana no ha sido justamente juzgado, pero logró muchísimo en ciertos aspectos. Gaviria ni se diga fue excelente desde la óptica que lo analicemos. Ahora Santos lo está haciendo bien, está buscando el acierto, el resultado, el bien común, en un país como Colombia lleno de gigantescos problemas centenarios que cada día tienden a empeorarse, precisamente por eso, por las luchas intestinas, los odios desbordados, de espaldas a las desigualdades sociales que presenciamos. Al presidente no hay que despedazarlo porque el que se desintegra es el país. Al apoyarlo, así a muchas personas no les agrade, estamos fortificando la institucionalidad del Estado.

Por Alvaro de la Espriella