Cada 4 años se repite el ritual democrático como una liturgia ecuménica. Aspirantes que se pelean por el aval de un partido político para aspirar a un cargo público. Los avalados son los ungidos modernos, los escogidos por cada colectividad política para la batalla electoral.
Cada 4 años los candidatos y sus equipos de trabajo elaboran discursos, programas de gobierno, promesas de campaña y se enfrentan unos a otros en un circo mediático que emula la arena romana y que pretende invadir cada rincón de nuestras vidas en todo momento a través de la prensa, radio, televisión, vallas, afiches y paredes pintadas con nombres y eslogan que buscan marcar la diferencia y que de tanto buscarlo terminan pareciéndose todos entre sí.
Algunos eufóricos la llaman la fiesta democrática; otros más agudos, la captura del Estado; otros simplemente, la mecánica electoral. El nombre es lo menos importante. De mayor significado sería que entendiéramos, de una vez por todas, que la democracia tiene serios límites en un mundo globalizado como el nuestro. Solo basta leer los titulares más recientes de cualquier medio de comunicación para intuirlo: ¿Qué puede hacer nuestro Congreso o nuestro presidente frente a la decisión de una multinacional (como Siemens) de suprimir más de 15.000 puestos de trabajo en todo el mundo, cientos de ellos en nuestro país?, ¿protestar?, ¿mandar una carta?, ¿ofrecer reubicar a los desempleados en cargos del Estado? ¿O ante la decisión de otra multinacional (la minera canadiense Braeval Mining) de irse del país? O, finalmente, ¿ante la decisión del Tesoro de Estados Unidos de devaluar su moneda y de inundar el mundo con dólares americanos?
Un ejemplo más que nos ha costado mucha sangre: la decisión de Estados Unidos de prohibir el tráfico de drogas y darle una respuesta represiva (guerra contra las drogas) cuando bien podría tratarse como un problema de salud pública con esquemas similares a los adoptados para el alcohol y el cigarrillo. Llevamos más de tres décadas embarcados en una guerra que no termina, donde Colombia pone los muertos y el narcotráfico nos ha carcomido por dentro, prostituyendo todos nuestros valores sociales.
En otras palabras, la globalización ha estrechado aún más el ya estrecho margen de maniobra de los gobiernos nacionales y de sus congresos o parlamentos para darle solución a un acumulado montón de necesidades insatisfechas de sus gobernados. Por supuesto, no es un fenómeno exclusivo de Colombia; sucede en todas partes y se siente con mayor rigor en países en vía de desarrollo como el nuestro, en donde nuestras instituciones democráticas son muy débiles y nuestro sistema político mucho más permeable a la (¿perversa?) influencia de poderes transnacionales.
No importa mucho quién gane las elecciones (parlamentarias o presidenciales) si al final el verdadero poder yace en los grupos de presión que financian la campaña (Sarmiento, Santo Domingo, Ardilla Lülle, Sindicato Antioqueño y un corto etcétera). Esto debe tenerse claro siempre para que ahora que se avecinan dos nuevas campañas (Congreso y presidenciales) sepamos con certeza que esos candidatos que se pintan a sí mismos como la solución a todos nuestros problemas no tienen en realidad mayor capacidad de gestión ni de influencia para cambiar el llamado statu quo. Son, en el mejor de los casos, actores de un gran teatro moderno en donde los electores pagamos con nuestro voto la entrada para ser espectadores de una gran farsa en la que, ilusionados, creemos que nuestro sufragio puede cambiar el país.
Por Andrés Molina
aamolina5@hotmail.com