Aunque en las redes sociales ya se observan reacciones muy hostiles, nos parece muy oportuna la iniciativa de convertir el 9 de abril –fecha en la que los colombianos conmemoramos el asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán– en una oportunidad para hacer marchas a favor de la paz.
Conveniente para el país que se generen estos escenarios, donde es de esperar una multitudinaria participación ciudadana. Pues así como hace algunos años el país respondió con gigantesco entusiasmo al llamado –originado en el espacio interactivo de Internet– de movilizarse contra las Farc para demostrarle que el pueblo colombiano repudiaba sus métodos, sus secuestros, sus actos de guerra, sus acciones destructivas, hoy tiene la mayor importancia que ese mismo país manifieste su voluntad de paz, su deseo de que cese el actual conflicto armado que ha marcado la historia de Colombia en más de cinco décadas.
Porque la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento, según el artículo 22 de la Constitución Política de 1991, todos los nacionales estamos obligados a reclamarla y exigírsela a un grupo armado ilegal que sólo representa a una ínfima expresión de la sociedad colombiana, así como al Estado que sí representa a la totalidad de nuestra sociedad.
En medio de un proceso que despierta tanta desconfianza, y de tan escasos resultados hasta la fecha –Iván Márquez, el jefe negociador de las Farc, ha dicho a la periodista María Jimena Duzán que se han construido dos o más cuartillas de acuerdos–, nada mejor que las calles del país se llenen de ríos de gente para presionar que los diálogos desemboquen en acuerdos prontos, concretos y creíbles.
Desde que Rafael Uribe Uribe firmó la paz en 1902 y declaró que la Guerra de los Mil Días había sido la última guerra que verían los colombianos, la historia nacional, con sus intervalos de paz que han sido también apreciables, ha estado plagada de conflictos, y éste que las Farc tienen con el Estado y la sociedad se remonta a la violencia de mediados del siglo XX. Estamos ante una guerra prolongada y anacrónica que sigue desgastando al país, desviando cuantiosos recursos al gasto militar y que, por lo mismo, se debe acabar para que el Estado pueda disponer de más presupuesto para atender las demandas sociales y reducir nuestra pobreza y nuestra desigualdad, que son de las más altas del mundo.
La paz es el mejor negocio que puede hacer el país. Esta nos dará más estabilidad. Más seguridad tanto en el campo como en las ciudades. Fortalecerá en el plano internacional nuestra imagen de nación democrática y civilizada. Debilitará más el poder criminal del narcotráfico. Nos hará un país más atractivo para la inversión. Y algo que es esencial para que mejoremos la democracia: las armas dejarán de ser un componente para justificar cualquier proyecto político fundado en la justicia social, como supuestamente el de las Farc.
El presidente Juan Manuel Santos ha avalado la iniciativa de la marcha por la paz del 9 de abril y les ha pedido a los mandatarios territoriales que la respalden.
En la mesa de La Habana está decidiéndose la paz –que es el futuro de Colombia– y en las calles del país tiene que expresarse la firme exigencia ciudadana de que esas conversaciones concluyan en un acuerdo serio y confiable.