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La certificación en Derechos Humanos otorgada esta semana a Colombia por el Congreso de Estados Unidos, que abre la puerta a un giro de ocho millones de dólares para las Fuerzas Armadas, representa un merecido reconocimiento de los progresos que este país está registrando en materia de respeto a los derechos fundamentales.

No obstante, cabe preguntarse hasta qué grado ese informe positivo refleja la realidad de Colombia, plagada de situaciones de violencia e injusticia social que siguen provocando muertes, existencias rotas y desintegración de familias en todos los rincones del territorio nacional.

Esto lo reconoce el propio Congreso norteamericano, al aceptar que aún se producen amenazas contra defensores de derechos humanos, activistas de restitución de tierras, líderes sindicales, periodistas y otros grupos considerados vulnerables. Igualmente, la cámara legislativa de EEUU admite la existencia de quejas de diversas ONG contra reformas constitucionales (Marco Jurídico para la Paz y la Reforma al Fuero Militar) que, aplicadas de manera arbitraria, podrían fomentar la impunidad en el país.

Todo lo anterior se ve corroborado por otros informes, como el del colectivo de ONG colombianas ‘Somos Defensores’, que revela que en el primer semestre del 2013 fueron asesinados 37 activistas de derechos humanos. El Sistema de Información sobre Agresiones contra defensores de Derechos Humanos (SIADDHH) indica que, en ese lapso, 154 activistas han sido víctimas de amenazas por parte de grupos neo-paramilitares (45% de los casos), desconocidos (44%), miembros de la fuerza pública (8%) y guerrillas (3%).

Por otra parte, los reportes estadísticos de la Defensoría del Pueblo señalan que las denominadas bandas criminales (en gran medida, herederas de la fragmentación de las organizaciones paramilitares), seguidas por las Farc, son las principales violadoras de los Derechos Humanos en Colombia, al representar en su conjunto el 76% de todos los informes de riesgo y amenazas a la población. Dentro del mapa nacional sobre riesgos de violaciones de derechos humanos, las acciones delictivas que más se han disparado son la extorsión, el ‘boleteo’ y el microtráfico.

Con este escenario, no sorprende que Amnistía Internacional haya expresado su inconformidad por la decisión del Gobierno de renovar solo por un año el mandato de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia. Para este organismo, se siguen presentando graves casos de abusos, como homicidios ilegítimos, desplazamientos forzados, tortura, desapariciones forzadas y violencia sexual, lo que haría necesaria la presencia de esta oficina en el país.

La preocupante situación de los Derechos Humanos en Colombia se palpa, además, en otros frentes, como la salud, la justicia (congestionamiento de casos por resolver, lentitud de procesos), el problema carcelario (hacinamiento, condiciones sanitarias infrahumanas), la violencia intrafamiliar (contra mujeres, niños, ancianos, prostitución infantil), derechos laborales (represamiento de pensiones, horarios excesivos, discriminación laboral, trabajo infantil), la desigualdad en la distribución de las riquezas, el despojo de tierras a miles de indígenas formalmente denunciado por sus líderes, etcétera.

Por todo lo anterior, el reconocimiento del Congreso norteamericano sobre avances en derechos humanos, aunque constituya una buena noticia, no debe invitar a la complacencia. Los indudables progresos en la materia aún son, desafortunadamente, insuficientes en proporción a la magnitud de la violencia del país.