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Lo que ocurrió ayer en el Estadio Metropolitano de Barranquilla no fue un simple partido de fútbol. Lo que sucedió fue una maravillosa historia épica que quedará grabada en la memoria de millones de colombianos como un testimonio de coraje, de lucha contra la adversidad, de tesón sin límites.

Colombia necesitaba ayer un simple empate para asegurarse el pase al Mundial de Brasil. El ambiente era de euforia en el interior del estadio, en Barranquilla y en toda Colombia. Nadie ponía en duda de que el objetivo se conseguía con relativa facilidad. Las estadísticas contribuían a justificar la atmósfera de júbilo: desde que Pékerman asumió las riendas de la selección colombiana, esta siempre había ganado los partidos disputados en Barranquilla. Todo parecía, pues, servido para que ningún escollo se interpusiera en el camino hacia la gloria mundialista.

Sin embargo, sucedió lo inesperado. Chile marcó un primer gol. Luego otro. Y otro más. Colombia enmudeció de estupor. El tiquete para el Mundial de Brasil se disipaba como una voluta de humo. Todos los ojos se volvieron entonces hacia Quito. De acuerdo con la aritmética clasificatoria, Colombia, incluso aunque perdiera ante Chile, se aseguraba el paso al Mundial si había un ganador en el duelo entre Ecuador y Uruguay. Cuando La Amarilla ya había encajado tres goles en contra, Ecuador marcó un gol a los uruguayos, de modo que a la atribulada Colombia se le abría esa vía indirecta para garantizarse el puesto en el Mundial. El destino de La Amarilla estaba, pues, en manos de un compatriota, Reinaldo Rueda, que por azares de la vida es el entrenador de Ecuador.

Hasta aquí, la historia tenía todos los ingredientes para construir un apasionante relato literario. Pero, de pronto, ocurrió lo que ya muy pocos esperaban. Lo que convirtió el relato en una epopeya. Como si hubiesen escapado de un hechizo colectivo, los muchachos de Pékerman reaccionaron y, con más ímpetu que buen fútbol, decidieron que no iban a entregarse por las buenas. Promediando el segundo tiempo, el barranquillero Teo Gutiérrez marcó el primer gol de Colombia.

La anotación actuó como una descarga de alto voltaje en La Amarilla, y sucedió lo inimaginable: llegaron dos goles más, dos penaltis lanzados por Falcao, y la Selección consiguió empatar a tres con el equipo visitante. Ya no hacía falta encender velas a Reinaldo Rueda: Pékerman había logrado, sin ayuda exterior, el prodigio de conducir a Colombia a un Mundial después de 16 largos años de ausencia.

Como se decía al comienzo de esta nota, lo que tuvo lugar ayer en Barranquilla fue mucho más que un mero partido de fútbol. Si nos atenemos al aspecto estrictamente deportivo, La Amarilla –no nos llamemos a engaños– no está demostrando últimamente un buen juego, y deberá esforzarse bastante a partir de ahora en mejorar la calidad si pretende un buen desempeño en Brasil. Pero lo que corresponde en este momento es destacar una actitud humana: la capacidad de Pékerman y sus chicos para sobreponerse a lo que parecía un destino inexorable. Y también es preciso resaltar que, una vez más, Barranquilla actuó como un talismán para La Amarilla. Visto lo visto, a nadie le debe quedar, a partir de ahora, la menor duda de por qué la Arenosa merece llevar el honroso título de la ‘Casa de la Selección’.