Señor Director
Hace 8 años fui recibido con absoluto afecto y generosidad como columnista del periódico que usted dirige. Desde entonces, he publicado con disciplina mis columnas cada domingo, planteando de manera libre y sin ningún tipo de censura mis opiniones sobre distintos temas de la actualidad política, jurídica, económica y social que de una u otra manera afectan a nuestra sociedad.
Con preocupación republicana, he seguido minuto a minuto la tragedia que vive el pueblo venezolano, sometido a la más abyecta tiranía. Los derechos y las libertades de nuestros hermanos son objeto de una brutal persecución por parte del régimen criminal que encabeza Nicolás Maduro Moros.
La historia universal nos enseña que los pueblos, en aras de procurar su propia libertad, están habilitados para tomar las medidas que sea menester para efectos de ahuyentar a la tiranía.
Fueron los griegos quienes acuñaron el concepto de tiranicidio, cuando dos valientes le dieron muerte a Hipias, el terrorífico tirano que azotó a Atenas en el siglo V, antes de Cristo. Más adelante, en la Francia del Antiguo Régimen, surgieron los monarcómacos, unos soñadores que se oponían, con los medios que contaban, al régimen absolutista. Aquellos, propendían por el establecimiento de un sistema monárquico limitado.
La evolución de la humanidad se ha dado gracias a que los pueblos no han sido testigos apáticos y silentes frente a los desmanes de los tiranos. En los tiempos que corren, hemos visto cómo algunos pueblos árabes se han levantado en contra de la dictadura para recuperar sus derechos restringidos por aquellos regímenes. Gracias a ello, salvajes como Gaddafi, en Libia, o Mubarak, en Egipto, fueron defenestrados, en pos de la libertad cercenada.
Yo no emito opiniones pensando en el aplauso de la gente ni en ser políticamente correcto. Escribo lo que me indica mi conciencia, así mis conceptos vayan en contravía de la tendencia mayoritaria. No se trata de agradar, sino de plantear posiciones claras. Entiendo que mi más reciente columna, intitulada 'Muerte al tirano', ha generado controversia, y es posible que le haya causado dificultades al periódico. No es mi intención causar ese tipo de inconvenientes, pues aquella no es la forma correcta de corresponder a la generosidad que he recibido de parte suya.
En tal sentido, apreciado señor Director, he tomado la decisión de suspender mi colaboración con El Heraldo, lo que no puede interpretarse como la suspensión de la defensa de las tesis que he venido proponiendo y que seguiré elaborando en un libro, que espero publicar en el futuro inmediato.
Reciba un cordial saludo,
Abelardo De La Espriella*
Estimado Abelardo:
Antes que nada, te agradezco que reconozcas en tu carta que en los ocho años que ha durado tu colaboración con EL HERALDO no has sido objeto de censura.
Si decido aceptarte la suspensión de dicha colaboración no es por posibles dificultades que tu columna haya causado al periódico, sino por una convicción profunda sobre ciertos principios básicos que deben guiar el contenido –tanto informativo como de opinión– que se publica en el diario.
Sé muy bien que existe una corriente de pensamiento entroncada con la escolástica española que justifica el ‘tiranicidio’ en determinadas circunstancias y que, como bien señalas, se remonta a la Grecia del siglo V antes de Cristo. También sé que algunas sublevaciones populares en el mundo árabe –lo que pasó a denominarse la ‘Primavera árabe’– desembocaron en la muerte violenta de los déspotas que ejercían de manera despiadada su poder. Sin embargo, y por discutible que pueda ser mi posición, no encuentro justificable bajo ningún aspecto que desde las páginas de opinión de EL HERALDO se instigue al homicidio y la violencia.
A riesgo de interpretar de manera errada el espíritu del Estado de Derecho moderno o incurrir en eso que algunos denominan despectivamente ‘corrección política’, y sin establecer necesariamente comparaciones entre situaciones, puestos a elegir prefiero como ejemplo el caso de Slovodan Milosevic, el genocida de la guerra de los Balcanes, que fue capturado, sometido a un juicio bajo los auspicios de un Tribunal Internacional y encarcelado en una prisión de La Haya para que pagara por sus crímenes.
La columna en cuestión contenía otros puntos sobre los cuales también te expresé mis reparos antes de que tomaras la decisión de suspender tu colaboración. Entendí, quizá desde mi extremo celo por lo que los anglosajones llaman ‘good taste’, que ciertas expresiones que vertías en el artículo constituían insultos gratuitos a determinadas personas, a quienes, por cierto, has criticado libremente en muchas ocasiones anteriores.
Sin más, te deseo la mejor de las suertes y te renuevo mi aprecio personal.
Marco Schwartz*