Ahora, con la derrota a cuestas y con las ilusiones arrumadas una vez más en el último rincón del alma, hay más preguntas que respuestas. Ahora, con las valijas vacías, esperando en la recepción del hotel a nuestros jugadores, para que regresen una vez más frustrados, impotentes y resignados, volvieron los reproches y los señalamientos. Ahora regresaron las dudas y los por qué. ¿Por qué no cobró el quinto penal Duvan Zapata? ¿Y por qué lo cobró Tesillo? ¿Por qué el técnico Queiroz dejó en el terreno de juego a Cuadrado y por qué no metió a Cardona? ¿Por qué no jugó Luis Díaz desde el comienzo? Los más de 40 millones de directores técnicos -que somos los colombianos cuando juega nuestra Selección- nos preguntamos ahora por qué, por qué, por qué...
Y todas esas preguntas que nos hacemos tienen cada una de ellas una respuesta, pero también hay una sola respuesta para todas ellas. Y la respuesta tiene que ver con nuestra forma de ver la vida, con nuestra euforia desbordada cuando ganamos y nuestro sino trágico y fatalista cuando perdemos. Tiene que ver con nuestro talante como país, con nuestra cultura, con nuestra incapacidad para creernos el cuento, con nuestro triunfalismo desbordante y nuestro derrotismo desbordado. Tiene que ver -y mucho- con nuestra incapacidad para emprender ambiciosos proyectos colectivos. Tiene que ver -y mucho- con nuestra dejadez e indisciplina, que se traduce en dejar todo en manos del talento individual, para que se encargue de resolver en el último minuto y con una genialidad, lo que no pudimos resolver entre todos como conjunto. Tiene que ver con eso que llaman 'miedo escénico', que se apodera de nosotros, cuando estamos obligados a ser protagonistas y dejar de ser actores de reparto, sin importar si te llamas James o Falcao y eres la estrella en los mejores equipos de Europa. Los colombianos ganamos batallas, pero al final perdemos la guerra. La Selección Colombia ganó sobrada la fase de grupos, pero quedó eliminada en los cuartos de final. Después de cruzar el océano a velocidad de crucero se murió exhausta en la orilla.
Así ha sido siempre, por desgracia. Nuestros triunfos son individuales y nuestras derrotas son colectivas. Son triunfos que nacen del hambre, que lleva a muchos de nuestros deportistas a reventarle el traste a la vida, porque la vida misma no les deja otra opción.
Y no solo pasa en el fútbol. En el ciclismo, nos vanagloriamos de los éxitos de Lucho Herrera o de Nairo Quintana, no de los que obtiene el equipo nacional, que son pocos por cierto. En el boxeo, Pambelé, Rocky Valdés y Happy Lora nos sacaron lágrimas de felicidad con las muñequeras que les pegaron a sus rivales. Y Helmut Bellingrot nos hizo felices con sus medallas en tiro y Édgar Rentería en béisbol y María Isabel Urrutia en pesas y Caterine Ibargüen en atletismo...
Son fotografías en las que los vemos a ellos felices pero solos, porque cuando se trata de registrar para la historia la imagen del equipo, casi siempre, aparecen todos sus integrantes llorando y mustios, como ocurrió el viernes, luego de perder con Chile en la Copa América de Brasil. ¿Vieron a James como lloraba desconsolado, como un niño sin su balón, en el césped del Arena Corinthians de Sao Pablo?
Otra vez será, decimos compungidos después de recibir la bofetada y de poner la otra mejilla, una vez más. ¿Otra vez será? ¿Cuándo será esa otra vez, que no llega? ¿Otra vez será? ¿Cuándo? ¿Cuándo nuestros nietos estén viejos? ¿Cuándo ya no tengamos aliento para gritar, ni fuerza en las manos para aplaudir? ¡Cuándo será por Dios!