El paro nacional del 21 de noviembre (21N) fue ante todo un hecho político. Un contundente y demoledor hecho político. Los millones de colombianos indignados e inconformes que teníamos algo que decir salimos a las calles a decirlo. Minimizar ese hecho político, reduciéndolo a un simple asunto de orden público, es no solo un gravísimo error, sino que podría tener consecuencias en el futuro inmediato.
Detrás del paro nacional, convocado por las centrales obreras y sindicales, los estudiantes y distintas organizaciones defensoras de Derechos Humanos, hubo millones de hombres y mujeres que hicieron suyo el clamor por un cambio en el manejo de los asuntos del Estado y piden un viraje radical por parte del Gobierno nacional en su política social, en especial en las iniciativas de tipo salarial, laboral o pensional.
Las expresiones de inconformidad se dieron en todo el país, en algunas ciudades de forma muy violenta, como Bogotá y Cali, y en otras muchos más pacíficas, como sucedió en Barranquilla, cuyo comportamiento fue ejemplar.
El vandalismo que se desató después de las marchas en algunas ciudades –incitado en redes sociales por opositores radicales al Gobierno– en algunos casos terminó por opacar el alcance político de la protesta generalizada.
Pero la respuesta inmediata, espontánea y certera de la ciudadanía en horas de la noche –también en todo el país, mediante un 'cacerolazo' nacional– puso de nuevo las cosas en su sitio. El cacerolazo fue la respuesta de los manifestantes al gobierno –que quiso judicializar un hecho político–, pero también a los politiqueros oportunistas, que pretendieron capitalizar la inconformidad de millones de colombianos, mediante trinos incendiarios en Twitter y en otras redes sociales.
Los hechos políticos deben tener lecturas políticas. Criminalizarlos siempre será un error. Una cosa es combatir la delincuencia y el vandalismo –que hay que hacerlo desde la fortaleza del Estado con inmediatez y contundencia– y otra muy distinta es ignorar el reclamo legítimo de millones de personas. En ese sentido el presidente Iván Duque acertó al convocar una gran 'conversación nacional' para buscar acuerdos que permitan 'cerrar las brechas sociales, luchar contra la corrupción y construir una paz con legalidad'.
Pero así como el Gobierno nacional, con el presidente Duque a la cabeza, debe hacer la lectura correcta del hecho político que fue el paro del 21 de noviembre, sus contradictores más radicalizados, como el senador Gustavo Petro, también deben interpretar los hechos de forma acertada. El cacerolazo nacional también fue contra Petro y su forma de atizar el inconformismo nacional. El cacerolazo también fue contra la forma irresponsable como manejó la situación mediante el bombardeo incesante de trinos descabellados y absurdos.
La lectura equivocada de los hechos por parte de Petro consiste en creer que en Colombia están dadas las condiciones para una 'insurrección popular' que ponga fin al gobierno de Duque. Y eso es un gravísimo error. Está demostrado hasta la saciedad que Colombia es un país que respeta las instituciones y ello incluye –por supuesto– la Presidencia de la República. Por muy inconformes que estén los colombianos con el gobierno de Duque a nadie se le ha pasado por la cabeza tumbarlo. A nadie distinto a Petro y sus fanáticos seguidores.
Aunque les duela a muchos, en Colombia hay un apego enorme por las instituciones. Tenemos claro –por ejemplo– que el abuso de unos cuantos uniformados de la Policía y del Ejército Nacional –reprochables y condenables– no compromete a las Fuerzas Armadas como institución, ni mucho menos constituye una política de Estado, encaminada a violentar los Derechos Humanos. En Colombia tenemos claro –por ejemplo– que el comportamiento criminal de unos jueces y magistrados, que hacen parte del llamado 'cartel de la toga', no compromete la institucionalidad encarnada en las altas cortes.
Ese apego institucional mantiene –por fortuna– alejada a Colombia de las tentaciones populistas que florecen en el vecindario y que tanto daño han causado a sus sistemas democráticos. La insurrección popular a la que le apuestan Petro y sus amigos –que queda en evidencia en todos y cada uno de los trinos del ex candidato presidencial– está lejos de darse, sencillamente porque en Colombia seguimos creyendo en las instituciones. Imperfectas, defectuosas y algunas con altos índices de corrupción, pero preferimos reformarlas o transformarlas en lugar de liquidarlas o aniquilarlas.
Pero la lectura política del hecho político, que fue el paro nacional, no puede prestarse tampoco para que quienes hoy posan de patriotas saquen réditos burocráticos. Su inconformidad y su indignación sólo obedece a la falta de puestos y de contratos. No hay en ellos ninguna vocación altruista. Ni la hubo antes ni la hay ahora. Sus gritos y declaraciones grandilocuentes no son por la construcción colectiva de un país mejor, sino por su afán individual y mezquino de tener una mayor participación en la nómina oficial y por acrecentar sus cuentas bancarias. Quienes tienen esas motivaciones no pueden hacer parte de esa 'gran conversación nacional' a la que se refiere Duque. ¿Qué nos dejó el 21N?