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La ola inconformista que encontró en las calles y en las redes sociales las mejores autopistas para transitar llegó con la fuerza de un tsunami a América Latina y por consiguiente a Colombia en el 2019. Este fue el año de los indignados y de los inconformes en el mundo. Desde París hasta Santiago de Chile, pasando por Hong Kong, Quito, La Paz y Bogotá, millones de personas decidieron tomarse las avenidas de las principales ciudades para exteriorizar su ira, su resentimiento, su frustración y –claro– también su dolor.

A la hora de hacer el balance de este año que está por terminar, las multitudinarias manifestaciones tendrán que ocupar un primerísimo lugar. Podría decirse que no hubo un solo país en el que sus calles no fueran epicentro de choques entre autoridades resueltas a mantener el orden contra manifestantes dispuestos a trastocarlo. O mejor: derrumbarlo.

Las razones para esta explosión son muchas y muy variadas. Pero en todas hay dos razones muy importantes: la inconformidad y la indignación. La inconformidad con gobiernos incapaces de solucionar los problemas más apremiantes de la población más vulnerable, como los niños, los jóvenes, las mujeres y los pobres. Y dicho inconformismo no reparó en la naturaleza o ideología de los gobernantes de turno, pues igual tumbaron a un presidente de izquierda, como Evo Morales, o pusieron a tambalear a uno de derecha, como Sebastian Piñera en Chile.

Lo indignados, por su parte, también salieron a las calles de forma masiva en este 2019 que termina. Salieron furiosos contra los ricos, que amasan fortunas con el sudor de empleados a los que les pagan salarios de hambre. Salieron iracundos contra las multinacionales depredadoras del medio ambiente, se volcaron contra el machismo desaforado y cínico que se impone en el mundo, contra la trata de personas que ningún gobierno controla, contra el maltrato animal, contra el racismo irracional y absurdo... En fin, tanto inconformes como indignados dijeron en este 2019: ¡basta ya!

En este contexto internacional tan convulsionado y con unas redes sociales cada día más empoderadas, el tsunami social tenía que llegar a Colombia. Y llegó el pasado 21 de noviembre y todavía no se ha ido.

El paro nacional aún se mantiene, aunque sin la fuerza inicial. No obstante, el Gobierno nacional sigue sin encontrar la salida que le permita no solo poner fin al paro, sino ocuparse de los asuntos importantes y urgentes que lo originaron.

A diferencia de otros países de América Latina, en Colombia la polarización política ha servido como insumo para que el paro nacional aún siga sin resolverse. Al presidente Iván Duque sus contradictores y enemigos políticos le cobran el hecho de haber sido 'el que dijo Uribe', razón por la cual todas sus decisiones son sometidas a la más rigurosa revisión para encontrar en ellas cualquier expresión de 'uribismo'.

Al finalizar el año, el paro –sin duda– terminará afectando varios indicadores económicos, como el crecimiento, que venía bastante bien; y el desempleo, que venía muy mal. Ningún país del mundo es productivo y competitivo con vías bloqueadas, comercios cerrados, industrias paralizadas y empresarios atemorizados. En esas condiciones hasta las economías más sólidas se derrumban.

¿Qué efectos políticos y económicos tendrán las protestas sociales en Colombia y cómo afectarán la gobernabilidad de Iván Duque el próximo año?

Una medida de aceite para Duque

El campanazo que debieron escuchar Iván Duque y los miembros de su partido fue el de las elecciones del 27 de octubre, donde terminaron por imponerse las candidaturas más moderadas y terminaron derrotadas las más extremistas. Creer que los 10 millones de votos que llevaron a Duque a la Presidencia seguían intactos fue un error garrafal. Como también fue una equivocación pretender meter en el mismo saco de los 10 millones de votos tanto a uribistas como a antipetristas. Es decir, buena parte de esos 10 millones de votos no estaban con Duque, sino contra Petro. Por consiguiente creer hoy que Duque cuenta con 10 millones de votos es ratificarse en la lectura equivocada de las presidenciales del año pasado. A las calles salieron inconformes e indignados no solo contra Duque, sino contra quienes se aprovechan de su tragedia para hacer politiquería. A ese error inicial del Gobierno se sumó la 'falla de cálculo' de Duque, que creyó que podía manejar el Congreso sin mermelada. O mejor: con mermelada solo para el Centro Democrático. ¡Grave equivocación! Está demostrado que la única fórmula que existe para que la maquinaria del Congreso funcione es aceitándola. Y hasta ahora la única manera de aceitarla es con mermelada. Punto. Todo lo demás es carreta. Que lo diga Cambio Radical, con Germán Vargas Lleras a la cabeza, que acaba de enviarle un poderoso flotador a la reforma tributaria.

¡Indignados e inconformes, pero contra todos...!

En las calles hay miles de jóvenes estudiantes, emprendedores y activistas de Derechos Humanos que no tienen mayores afinidades con los eternos voceros de las organizaciones obreras o sindicales. Ellos no se sienten representados por quienes por décadas han pelechado de su condición privilegiada de líderes sindicales. Así como tampoco se identifican con los oportunistas que quieren utilizar las protestas para limpiar su imagen de políticos corruptos o pretenden llevar al Gobierno nacional a una negociación que les permita volver a disfrutar de la mermelada que Juan Manuel Santos les entregó a manos llenas. Los indignados y los inconformes del país también marchan contra estos politiqueros. Los reclamos de los pueblos indígenas no han sido escuchados no solo por Duque, sino por Santos y por Uribe y por Pastrana y por Samper y por Gaviria y por... Ellos no solo no son escuchados por los presidentes, sino por el propio Estado, que se muestra ciego, sordo y mudo ante sus requerimientos. En ese sentido hacerle a Duque las marchas que no les hicieron a sus antecesores no deja de tener una buena dosis de injusticia, aunque no les falte razón al protestar.

Jóvenes con mucha incertidumbre y pocas esperanzas

A las calles este año también salieron miles de jóvenes colombianos que no ven su futuro con esperanza, sino con incertidumbre y desconcierto. Jóvenes cuyas expectativas económicas y sociales están muy por encima de las que puede satisfacer el gobierno de turno. Se trata de una generación activa y pensante, perteneciente a una clase media que se profesionalizó con mucho esfuerzo y que hoy no encuentra un trabajo que le permita vivir con dignidad. Esos jóvenes también están en las calles reclamando derechos. El reto que tienen quienes abandonan la pobreza es el de no volver a ella y en ese sentido es legítimo exigir mejores condiciones laborales. ¿Qué sentido tiene para un joven educarse con grandes sacrificios y alcanzar una excelencia académica, si nada de ello le garantiza poder acceder a un empleo digno? ¿Qué sentido tiene para una joven emprendedora, recién graduada, iniciar un proyecto si sabe muy bien que más temprano que tarde tendrá que cerrarlo al no poder con la inclemente carga tributaria? Todos ellos salieron a las calles este año y muchos permanecen en ellas, exigiendo garantías para hacer realidad sus sueños.

El año de las marchas, no de los vándalos

Por desgracia muchas marchas terminaron empañadas por el comportamiento criminal de algunos vándalos. La protesta legítima terminó contaminada por anarquistas y revoltosos que aprovecharon la ocasión para destrozar bienes públicos, que nos sirven a todos, como es el caso de Transmilenio en Bogotá. Una cosa es criminalizar la protesta social y otra muy distinta es combatir a los criminales que se infiltran en las protestas sociales. Los vándalos deben ser tratados como vándalos y quienes protestan de forma pacífica deben contar con plenas garantías para hacerlo. La Fuerza Pública –incluido el Esmad– debe hacer frente a los vándalos con toda su fortaleza institucional y debe controlar con eficacia los desmanes. Pero también debe garantizar la integridad y la vida de quienes participan en las marchas de forma pacífica. Un proceder abusivo, arbitrario y desmedido por parte de la Fuerza Pública solo sirve para incrementar la animadversión contra los uniformados y sirve para darle insumos a quienes promueven el desmonte del Esmad.