Concentración de un equipo en el día previo a la disputa de un título. Es el hermético piso sexto de un hotel con puertas de fina madera, todas las cuales se alinean cerradas, enmarcando con su tinte sepia la soledad de las cinco de la tarde. De ellas apenas brotan voces quedas, como las de un monasterio, y quizá el susurro festivo de un programa de televisión sabatino. De vez en cuanto un jugador sale como un fantasma a través de una de las puertas e ingresa a otra habitación.
Sentado en un sofá, sin Blackberry ni afanes, Giovanni Hernández se nota listo para dar esa entrevista que desde hace varios meses he estado persiguiendo. Y así, sin formalismos ni advertencias, viajamos pronto en el tiempo rumbo a las calles fangosas del barrio Yira Castro, en el distrito Aguablanca, el populoso sector de Cali.
Es 1976. Lilia Soto ha dado a luz a un niño muy blanco y de ojillos francos. El padre biológico ya no está y ella solo cuenta con su madre, la otra Lilia, la abuela de Giovanni, Lilia Castaño. Para el jugador la primera es “mi mamá”, la segunda es “mi mamita”. Pero para efectos de figura materna, ambas parecen ocupar el mismo enorme lugar. No hay allí en esa casa de Aguablanca un techo de tejas, ni paredes de material, ni piso de baldosas. La habitación está separada del resto de la casa por un tabique de esterilla. El techo es de cartón y plástico. Giovanni y sus hermanos duermen de a cinco en una cama. Hay días en que lo poco que gana la mamá no alcanza. En esos días todos comen arroz con huevo. Para hidratarlos, la abuela prepara chocolate caliente.
El barrio no es fácil. Se impone la ley de los duros. La droga es cosa de a diario en el vecindario, también los robos, los atracos. Pululan los truhanes y uno en especial se la tiene velada a Giovanni. Es un negro más bajito que él, pero pelea mejor y pega más duro.
Giovanni sale siempre vapuleado por ese tal Perea, y de vez en cuando la abuela Lilia logra salvarlo de una paliza peor. Mientras lo acompaña de vuelta a casa, ella le preguntaba:
—¿Pero por qué te dejás pegar, si vos sos más grande que él?
Giovanni no contesta, pero la respuesta no puede ser otra: el niño no pertenece a ese mundo. Nadie lo ha sermoneado para decirle que la droga es una ruta casi segura hacia la perdición, y sin embargo, cuando sus amigos fuman marihuana delante de él, se abstiene. “Simplemente algo dentro de mí me hacía decir que no”, explica.
Le pregunto por su padre biológico, al que nunca conoció. No hay nada en su respuesta que revele a un niño rencoroso. Simplemente aquel hombre sin nombre se separó de Lilia cuando ella estaba embarazada. Antes de que él naciera, llegó a la vida de ella Édison Hernández, de profesión fotógrafo. Le dio el apellido y una figura concreta a quien llamar papá. Giovanni nunca olvida aquellas noches, al filo de las siete, cuando lo veían doblar por la esquina, llegando a casa con una bolsa del mercado La 14. “Ganaba muy poco dinero, pero siempre nos traía la gelatina o las galletas”, dice Giovanni.
Tampoco en Navidad había abundancia, pero jamás faltaba bajo la almohada un regalo en la madrugada del 25. “Recuerdo un reloj-robot”, dice.
Es evidente que Giovanni Hernández cuenta de la pobreza de sus días infantiles sin agenda ni intención. No existe la menor posibilidad de que desee inspirar compasión y no hay tampoco nada que lo delate avergonzado de que aquellas vivencias de la desnutrición lo hayan convertido en un niño infeliz.
Por el contrario, se empeña en relatar con una sonrisa, de sus primeros contactos con el fútbol, las pequeñas bolas de caucho, con las que comenzó a mostrar su virtud innata. Y claro. De su primera camiseta. Fueron tantas en su infancia que ya no recuerda el color de la primera. Lo cierto es que tenía el número 10 y él la quería. Eran 15 en total y el profe Horacio, dueño de ellas y del balón Mikasa, solo ponía una condición para recoger una del suelo, donde estaban alineadas: que el chico pagara cinco pesos para la lavada. Poco dinero, pero para el hijo de Lilia era demasiado: no tenía un peso en el bolsillo. Vino entonces el momento sorpresivo que solo se da en una buena película. El profe Horacio lo llamó aparte y simuló delante de todos que estaba recibiendo el dinero.
—Hizo ticuco para que yo jugara —cuenta hoy Giovanni —. Aquellas camisetas hedían, pero igual era emocionante ponérselas.
Y así fue. Así nació la pequeña leyenda de Aguablanca, el muchachito de siete años que jugaba en la categoría de diez a doce años y deslumbraba con su manera de jugar, llenando de público las canchas marginales sin pasto ni gloria. Era como un circo, las piruetas del niño deslumbrando a la gente.
Pronto Giovanni Hernández llamaría la atención de Jorge Carvajal, quien recorría la barriada caleña en busca de prospectos para el club local Boca Juniors; pronto el dueño del club, Gustavo Moreno Arango, se lo llevaría a vivir en una pensión, a que recibiera una buena educación y a que emprendiera una carrera en el fútbol; pronto jugaría para el director técnico John Jairo López, cuya hermana, una despampanante adolescente llamada Katherine, solía acompañar al equipo en los juegos. Pronto sus caminos se cruzarían y Katherine se convertiría en la mujer de su vida.
Giovanni Hernández pasó hace dos años la edad de Cristo y ha estado más de una vez cerca a una crucifixión. Los caminos del fútbol son pedregosos, difíciles, inciertos, no la clase de profesión para un hombre que valora a la familia. Giovanni lo explica: “Una persona que tiene una profesión normal, se mata toda la semana y el viernes ya sabe que puede disfrutar de su familia durante el fin de semana. Nosotros no. Nosotros trabajamos toda la semana, en fuertes entrenamientos, y el viernes nos concentramos para lo más duro de todo, que es el partido. Por eso no nos gusta perder y por eso nos duele cuando la gente cree que no nos esforzamos”, dice.
Con Katherine lleva ya 19 años. Se conocieron cuando ambos ni siquiera habían cumplido los 16, duraron dos años acechándose, cuatro de novios, y desde entonces están juntos. En el brazo derecho de Giovanni está el primero de sus siete tatuajes, un tribal que tiene como complemento las iniciales de ella y las de sus dos hijos, Giovanni Junior y Natalie.
“Mi familia es mi equilibrio, todo lo que soy. Entiendo que a mis hijos tengo que darles lo que yo no tuve, pero también Katherine y yo somos conscientes de que debe haber un equilibrio, que lo más importante que podemos darles no es la abundancia material, sino una buena educación y una buena crianza”, dice.
Ha pasado entonces toda una vida desde que el niño de siete años deslumbraba en los peladeros de Aguablanca. Llega entonces el momento crucial, como si la vida tuviera su propia dramática manera de resolver sus misteriosas secuencias. Minuto 63, juego decisivo contra Millonarios. Giovanni recibe dentro del área de Nelson Ramos. El tiempo se congela en una eternidad de milisegundos. Lleva un año sin anotar, faltándole dos goles para los 100. Ha sido un año largo, tensión con el periodismo, dos lesiones, ciertamente no el mejor de su carrera. Aquel que piensa siempre pensará y en ese instante fugaz llega a la conclusión de que el lado izquierdo del arquero es el mejor. Ramos abre las piernas y por entre ellas pasa el balón. Primero quiere correr hacia la izquierda, pero algo lo hace desviar hacia la derecha, no sabe qué, no recuerda nada. Solo sabe que va gritando. Aquella carrera es un discurso a gritos, todos en reconocimiento a Dios. “¿Por qué eres tan bueno conmigo, Dios mío?“, “¡gracias por esto!”, “¡la gloria es tuya!”.
La fe es parte esencial en su vida desde que jugaba en el Cali. Ya para ese entonces se había hecho sus 7 tatuajes, algo de lo cual hoy reniega, por considerar que no guarda coherencia con su fe. Comenzó asistiendo a la iglesia Carismática de amor, en Cali, y en Barranquilla limita su práctica al hogar y en especial a esa congregación que ha cultivado con sus compañeros, bajo el liderazgo del pastor de La Chinita Jesús Barrios.
Édison Hernández murió cuando Giovanni se iniciaba en el fútbol organizado. La droga y el alcohol, que se han llevado tantas vidas en Aguablanca, dieron al traste con su vida, la malgastaron sin ver a su hijo convertido en lo que es hoy. “¿Por qué no me esperó?”, suele preguntarse Giovanni Hernández. “Hubiera podido ayudarlo. Con el dinero del fútbol lo habría podido internar en algún centro de rehabilitación”. Lo evoca con algo de tristeza, como también lo hace al mencionar a Perea, el que le daba aquellas zurras en la infancia. También Perea murió, víctima de la violencia del barrio, como han muerto tantos otros.
Los astros se alinearon para que este Giovanni Hernández, que hoy deleita a Barranquilla, jamás emprendiera la ruta equivocada. Mucho contribuyó a eso: la crianza de las Lilias, el aporte de Édison, quizá las trompadas de Perea. Pero hay sin duda un factor especial: este joven nació iluminado.
Ha anochecido y el piso sexto del Hotel Country International ha dejado de ser un lugar solitario. Los jugadores inician su tránsito hacia la reunión de las seis de la tarde, todos con ánimo jovial, pero no eufórico. Giovanni los sigue y una vez emprende la tarea de líder.
Por Ernesto McCausland Sojo