Compartir:

Las calles barranquilleras amanecieron en tensa calma. Todos estaban a la espera de que el Tiburón saltara a las aguas del Estadio Metropolitano, provocara un fuerte oleaje en las tribunas e hiciera izar la bandera roja de ‘playa peligrosa’.

Un ‘ejército’ uniformado de blanco y rojo se tomaba las esquinas, hacía ‘batida’ y arrastraba con todo transeúnte. La ‘pinta’ blanco-blanco estaba prohibida o relegada para velorios distantes de la fiesta futbolera. La ciudad se entregaba por completo a un culto llamado Junior y con tres milagrosos cantos de gol fue premiada su fe.

Dos horas antes del primer partido de la final del fútbol colombiano los alrededores del Estadio Metropolitano se tapizaron de rojo. Una sinfonía de picós entonaba los coros junioristas, ensordecía los oídos y relegaba los villancicos navideños hasta después del partido al cajón de los guardados.

Los últimos souvenires colgaban de las cuerdas a la orilla de la calle Murillo. El optimismo hizo olvidar el fuerte sol y las largas filas. Todos confiaban en su equipo y se las tiraban de ‘locos’ cuando se les preguntaba por la ‘paternidad’ del Once Caldas sobre su Junior del alma. ¡La historia no juega fútbol! , gritaron algunos.

Saúl Conde, un curtido vendedor ambulante, recogió una hora y media antes del partido su pequeño negocio. Con la plata generada por la venta de 25 camisetas del Junior le quedaba suficiente ganancia como para ir a ver el partido en la casa y hasta mandar las ‘frías’. “Hace años que no vendía todo tan rápido, esto huele a título mi hermano”, dice.

La primera vez del pequeño mañe. Adentro el baile es otra cosa. Es una región concentrada en un solo grito. Una fiesta a la que todos están invitados, sin distingo de edad. En una silla de la tribuna oriental baja está sentado el pequeño Manuel De la Cruz. A sus 12 años está cumpliendo su gran sueño: ver jugar a su querido Junior en el mismísimo Estadio Metropolitano.

Desde los cinco años ve los partidos del Junior por televisión, siete años después el deseo se hizo realidad. Y qué mejor forma que con este emocionante partido.

“Ahora empatamos y ganamos”, me dice al terminar el primer tiempo con el marcador en contra. Y en la segunda mitad cuando Junior empata, grita con toda la fuerza de sus pequeños pulmones y mira con sonrisa picarona a todos los incrédulos que se cansaron de despotricar del equipo en el entretiempo. Como si la gente se confabulara con él la primera ‘ola’ inunda de felicidad las tribunas.

Al final del partido después de tanto sufrir, de sudar por ese parto de trillizos que hoy acerca a la séptima estrella, todos salen contentos. Junior es un niño consentido al que primero se regaña para que después pueda hacer las cosas bien. Pero en el fondo el pequeño Mañe es un fiel reflejo de la hinchada, a pesar de las adversidades nunca perdió la esperanza y el ímpetu para ganar. Ahora falta que el Tiburón quiebre la historia y gane en Manizales el próximo miércoles. Ante las dudas Mañe remata: “No se preocupe llave, póngale fe”

Por Rainiero Patiño Martínez