El aroma a mazorca asada se sentía en la acera de enfrente. Desde allí se veía el largo de la fila, por lo general extensa, y se buscaban rostros conocidos que permitieran acercarse a la taquilla. Ir a cine en la Barranquilla de antes era un ritual.
La película se llamaba Poltergeist II (1986) y todavía hoy me pregunto cómo hizo mi tío para que me permitieran entrar. Apenas tenía 10 años y la clasificación era para mayores de 15.
En medio de la fila la gente conversaba, compraba golosinas, fumaban otros. Una vez adentro del Metro 1, calle 53 con carrera 52, donde hoy están levantadas las torres que llevan el mismo nombre, una inmensa pantalla estaba cubierta por un telón rojo, casi eclesiástico. Debajo de la pantalla una bajada ovalada cubierta con un tapete, como toda la sala, era usada por niños colados como yo que se deslizaban cual resbaladero de parque.
Minutos antes de empezar el terrorífico filme, antes de que los alaridos aparecieran o la tomadera de pelo, la sala bajaba la intensidad de su luz como alarma preventiva para volver a las sillas.
Sin duda ir a cine en estos tiempos, o al menos cuando la Covid-19 lo permitía, es un plan que cambió, sobre todo en lo sensorial.
Ya no están las decoraciones opulentas que uno encontraba, por ejemplo, afuera del Teatro Capri cuando estrenaron la película de acción Cyborg, protagonizada por Jean Claude Van Damme, y que usó un carro destartalado afuera de la sala, como lo recuerda el administrador Iván Londoño.
Tampoco están los ‘hombres espectáculo’ que tocaban serenatas afuera del Cinerama 84 o el joven que literalmente se contorsionaba hasta convertir su cuerpo en rueda, como lo rememora el abogado barranquillero Carlos Esmeral. Antes de la película, otras historias eran exhibidas frente a los visitantes.
Una vez adentro la magia del séptimo arte hacía lo suyo. Cientos de personas sentadas, como en la Barranquilla de comienzos del siglo XX, se dejaban cautivar por el invento de los hermanos Lumière y su cinematógrafo.
Como lo describió EL HERALDO en un reportaje, los teatros Cisneros (1914), Colombia (1922), Apolo (1930) y el Rex (1935) fueron los cuatro colosos del cine barranquillero. 'Algunos de ellos resistieron el paso de los años, mutando en escenarios más modernos y con mejores instalaciones, pero otros terminaron siendo esqueletos en medio de una urbe moderna que los extraña y rememora sus vivencias dentro de sus concurridas salas'.
Antes, en 1897, se reprodujo la primera película en el salón Fraternidad, un espacio que los masones tenían destinado para el baile. 'Un samario, Ernesto Vico Morote, se convirtió —sin saberlo— en el pionero de la introducción del cine en Barranquilla, como lo cuenta José Nieto Ibañez, experto en la historia del séptimo arte en la ciudad'.
Los espacios. Para el escritor Carlos Polo la principal diferencia con las salas de hoy radica en los espacios. Los centros comerciales convirtieron la vivencia del cine en algo mucho más pequeño, en cambio en las salas de cine de la otra época la experiencia era más libre, precisamente por esos espacios, señala.
'Ni hablar de los cines de barrio, por ejemplo el teatro Las Palmas, los cines que estaban en Simón Bolívar, en Las Nieves, en Carrizal. Todas esas salas no tenían techo y era una cosa interesante porque veías una película bajo las estrellas y eso te daba una sensación de amplitud. Eran cines muchísimo más grandes y las pantallas extraordinariamente amplias. Yo creo que la pantalla del Mogador, calle 30 con carrera 26, era una de las más grandes de Latinoamérica. La experiencia era más popular', describe Polo.
Hoy, recalca, los cines venden una experiencia más tecnificada, mejor pensada para invitar al consumo, a lo comercial. 'Tal vez podría ser una experiencia más íntima por lo reducida'.