Desde sus inicios, la tecnología ha prometido convertirse en un proceso de gran impacto en la sociedad, que con los años evoluciona de manera exponencial y pretende seguir influyendo en cada una de las esferas o espacios de la vida del ser humano.
Facilitar los métodos de los usuarios para la realización de los quehaceres diarios ha sido uno de sus objetivos y la Inteligencia Artificial (IA) da muestra de ello, una combinación de algoritmos planteados con el propósito de crear máquinas que presenten las mismas capacidades que el hombre.
Sin embargo, la brecha de género también está intrínseca en el mundo analógico. Esta tecnología que a través de dispositivos desarrollan tareas similares a la de un humano, llega a operar con datos sesgados.
Con la digitalización, proliferación y revolución de los datos, la IA está cada vez más extendida.
La primera vez que se habló de esta tecnología fue en 1956 durante la conferencia de Dartmouth (Estados Unidos) y lo hizo John McCarthy, un pionero de la informática que terminó recibiendo el Premio Turing. Desde allí, su crecimiento ha sido exponencial, avanzando en el aprendizaje automático, los modelos de redes neuronales o el aprendizaje profundo.
Además, la IA se nutre de bases de datos y a partir de esta información genera, a su vez, algoritmos con modelos matemáticos que guían sus acciones.