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Catalogado como uno de los flagelos de la modernidad, el suicidio se ha desarrollado fatídicamente como una tendencia que busca de manera equívoca y particular colocarle fin a los problemas individuales de quienes deciden atentar contra su vida.

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Si bien esta práctica es de las más antiguas, los riesgos asociados con su aumento han estado relacionados directamente con las necesidades de salud mental, las cuales se hacen más volátiles según los factores del entorno y la percepción de quienes abrumados por su agobio no alcanzan a encontrar la ayuda necesaria para superar la crisis.

Definir causas generales de esta sombra que simula un abismo completo es imposible, para cada quien sus luchas son distintas y las opciones de superarlas aún más, por lo que se hace necesario ratificar la importancia de crear soluciones conjuntas a una problemática que es global.

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Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año, cerca de 800,000 personas fallecen por suicidio, lo que representa una tragedia que puede prevenirse con intervención y el apoyo adecuado.

Además, la prevención del suicidio implica una combinación de esfuerzos a nivel individual, comunitario y gubernamental. 

Uno de los pilares fundamentales radica en la concienciación y la educación sobre la salud mental. A lo cual se debe priorizar el romper el estigma en torno a los problemas de salud mental, algo que resulta esencial para que las personas busquen ayuda sin miedo al juicio social, priorizando la detección temprana de este tipo de señales que alertan el riesgo.

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