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Cuando se propuso en España una ley entre cuyos alcances estaba la regulación de la propiedad intelectual en Internet, los internautas ibéricos, enfurecidos, fueron implacables en ignorar el nombre del proyecto y lo llamaron 'Ley Sinde', en deshonor al segundo apellido de la Ministra de Cultura que lo propuso.

Algo análogo han hecho los navegantes colombianos, que no demoraron más de una semana en bautizar con el segundo apellido del Ministro de Interior un proyecto similar, que empieza a hacer curso por el Congreso.

Según su enunciado, la nueva ley tiene como fin regular 'la responsabilidad por las infracciones al derecho de autor y los derechos conexos en Internet', una meta perfectamente legítima. Pero, en la práctica, esta 'Ley Lleras', en lugar de construir un andamiaje sólido para proteger la propiedad intelectual, crea un campo de arenas movedizas que dificultará, en este país leguleyo, el intercambio libre de ideas que es una de las virtudes de la Red.

La ley entrega a los proveedores de acceso a Internet la potestad de bloquear o suprimir unilateralmente cualquier contenido que haya sido reportado como violatorio de derechos de autor.

Hay una disposición para que el usuario acusado pueda reclamar la decisión, pero es inaceptable que la ley, en lugar de defender al usuario individual, relativamente impotente, le otorgue más poderes al agente más poderoso en la transacción, que es la multinacional de comunicaciones.

La carga de la prueba debería recaer sobre quien sienta afectados sus derechos, y el bloqueo debería hacerse bajo orden judicial. En cambio, con la decisión en manos de los proveedores de acceso —que son corporaciones con ánimo de lucro, por naturaleza conservadoras y temerosas de meterse en líos judiciales— estos pecarán por exceso de cautela, suprimiendo con ligereza cualquier contenido considerado riesgoso, y en menoscabo del espíritu de la Red.

El Internet —parece ignorarlo el Ministro— fue fundado para compartir información libremente. Las restricciones geográficas el acceso a contenidos, por ejemplo, que existen en sitios como YouTube, Hulu, Pandora y la tienda de música iTunes, están en profunda oposición a los valores intrínsecos de la Red. Por eso los internautas buscan, y siempre encuentran, la forma de hacer el quite a esas limitaciones; y por eso estas leyes nunca logran su propósito de controlar la piratería. Lo único que consiguen es cubrir a todos los usuarios de una presunción de delincuencia.

Las mismísimas bases tecnológicas del Internet reflejan su espíritu de apertura y por eso la restricción de contenidos es inviable. La información está distribuida por todo el planeta, a veces de forma cifrada, y se puede duplicar en segundos. Ni las amenazas, ni los cierres, ni la censura —y ni siquiera los desastres naturales— doblegan a una Red cuyo diseño está basado en la redundancia. A servidor caído, servidor puesto.

No se trata de quitarle a los creadores originales el derecho a proteger su autoría, ni la opción de lucrarse de ella. Pero sí de crear un marco jurídico que incorpore la nueva y compleja realidad del Internet al tema de la propiedad intelectual, en lugar de inspirarse en leyes decimonónicas que le aplican a nuestro siglo tanto como le podría aplicar la Inquisición como modelo de justicia.

De hecho, la Inquisición, con sus excesos, sus arbitrariedades y sus cacerías de brujas, sirve como advertencia de lo que puede resultar de una legislación que no acepte que el mundo ha cambiado.

Por Thierry Ways
tw@thierryw.net