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Un gran cuarto blanco con verdes antepechos de ventanas. En el medio, una mesa rectangular de esas que se ven en los jardines; la parte superior es de vidrio y la estructura, de hierro forjado, también pintada de blanco. Ese sería todo el mobiliario pero, además, cerca de la cuarta de las tres ventanas hay un pedestal de mármol.

Uno por uno llegan los amiguitos. Primero entra el niño de la familia. Todos usan chaquetas de pana que cubren sus hombros rosados y suaves y que revelan, sin embargo, los muslos lechosamente inmaculados. Nadie parece preocuparse por corbatas. El mayor de los niños que solo tiene treinta y tres años canta una balada melodiosa con la seguridad de un adulto.

Levanta los ojos a la ventana central y suspira voluptuosamente. Ya tiene las indescriptibles emociones de la temprana pubertad. Su madre, una mujer comprensiva, se le acerca y, tirándolo suavemente de su zigzagueante rabo, le explica que tiene una persona en la cabeza y que esa persona se relaciona con él. El niño se para y se rasca las piernas posteriores.

Pero tú me prometiste algo, dice ella.

Es indispensable que dejes de beber tanto. Un vaso de leche de vez en cuando está bien, pero tú has abusado últimamente.

Como llegan más amigos, la temperatura del cuarto se hace cálida. Han abierto el resto de las ventanas y el susurrante ruido de las hojas arrastradas por el suave siroco ahoga el zumbido de la conversación.

Con remordimiento yo vi la agónica expresión de sus menudos ojos de cerdo, y la actitud de su cuerpo pequeño y firme, medio entregado, medio desafiante, irresistiblemente los regordetes brazos tendidos hacia mí. Ah! y la criatura deliciosa y pequeña me pertenecería: todas las dieciséis pulgadas de sus formas adorables.

Quitándome la camisola de crepe-de-chine, exploré las profundidades de mi ropa interior en busca de algún dinero que inadvertidamente se me hubiera salido del portamonedas durante los largos meses de invierno, época en que yo siempre lo llevo debido al siempre acechante peligro de encontrarme lejos de Nueva York sin refugio y sin dinero para cualquier gasto imprevisto.

Pero divago. Los resultados de la competencia de baile van a ser anunciadas en breve mientras las muchachas se afeitan el pelo que les ha crecido en la última media hora. Las luces se han encendido, y en medio de chillidos salvajes, la voz del maestro de ceremonias se oye: !$&(8*?*C , dice él. Conociendo perfectamente el sentido de esta frase, por otra parte preñada de implicaciones, nuestros amigos se tranquilizan cuando el anunciador continúa: *%& . Las muchachas se escuchan con sus * * entrecruzadas; los hombres, simplemente, juegan con sus cordones umbilicales a la manera como la gente espera los tranvías. Se recita una lista de premios y el aplauso sigue al ganador a medida que se acerca a la mesa del juez. Al fin el Gran Prix va a ser descubierto.

ntensos momentos de silencio preceden la ceremonia en la cual una campanita va a ser dada al mejor bailarín.

Los hijos de Lady Tatiana se chupan los dedos en el calor de la discusión; una pareja escondida polemiza sobre la Inmaculada Concepción; pero, distante, en el cuarto vacío, el sabio piensa en una luminosa ciudad levantina entre docenas de redondas, suaves, sinuosas, flexibles amigas de ojos negros que le acarician la cabeza al compás de los acordes de un lánguido Palestrina, mientras le permite a su mano que alcance otro pedazo de pudín de miel y almendras.

Pero esto no puede ser. Los hijos de Lady Tatiana no han nacido todavía.

Sin embargo, los recuerdos de esa noche todavía cuelgan vívidamente en mi cabeza si ciertamente no colgasen caerían al suelo y se harían pedazos. Todo empezó en las horas bochornosas de las noches tropicales, donde el aroma de los mangos maduros y la densidad de la atmósfera enervan los sentidos en una quietud definitiva. A pesar de que la fuerte lluvia proporciona un sentido de humedad ugh! a los vestidos, uno se sentía muy seco por dentro.

El ruido del agua, barrido el follaje por ráfagas de brisa, aumentó la sofocación; aquí y allá los rayos del sol lo hacían a uno pensar en las horas de la infancia despilfarradas detrás de un caleidoscopio. Mi marido no hizo más que beber Hock and Seltzer y mirar, desaprobadoramente, a la nueva criada francesa, cuyo hombre había muerto en una corrida de toros cuando una multitud colérica saciaba sus ansias de */&? && cubriéndolo completamente de banderillas.

Historia del cuento que lo hizo feliz

El 26 de febrero de 1949 fue publicado Divertimento en la revista Estampa de Bogotá. El cuento, escrito por Julio Mario Santo Domingo, volvió a ver la luz el año siguiente en la revista Crónica, fundada por el grupo La Cueva bajo la dirección del Alfonso Fuenmayor.

Divertimento fue originalmente escrito en inglés, cuando Santo Domingo pasaba los 20 años y estudiaba fuera del país por requerimiento de su padre, quien buscaba alejarlo de “las influencias perniciosas de esos amigos juveniles que se pasaban la vida entera hablando de libros, escribiendo, jugando dominó y bebiendo trago”, según palabras del mismo autor.

“Con eso, lo único que consiguió mi padre fue salvarme de la gloria literaria”, dijo el empresario.

Veinte años luego de su publicación, el periodista y escritor Juan Gossaín dio con el texto, y se lo comentó a Santo Domingo durante un encuentro que tuvieron en la Gran Manzana.

Para sorpresa de Gossaín, quien pensó inicialmente que al magnate de los negocios le avergonzaría recordar el hecho, Santo Domingo estaba interesado en conocer qué opinaba el escritor sobre el cuento.

“En contra de lo que yo había presumido, esperando la reacción desganada y el disgusto de un empresario al que le recuerdan con impertinencia sus veleidades juveniles, lo que tenía frente a mí era la alegría de un hombre reconstruyendo lo mejor de su pasado. Santo Domingo estaba feliz”, expresó Gossaín sobre la anécdota.