Érase una vez un Calamaro purificado en cigarrillos y vino, de salidas insospechadas, de raudales y blindadas composiciones que volvía a las clásicas formas que lo enamoraron del rock. De verde y rojo, con unos cuchillos ensangrentados que lo amenazan, el argentino se emborracha de guitarras para volver a sonar acústico, eléctrico y ecléctico.
No sueña con discos. Se olvidó de atormentarse. Dylan sigue incrustado en sus huesos. Al Calamaro de siempre se le suma el de hoy: sin un pasado y sin un presente milimétricos, más bien seducido por la madurez de unos años bebidos en verbos altisonantes que quieren complacerse a sí mismos.
Lo justo y lo necesario lo vuelve sonido. Sus diez menesteres recientes los encarceló en Bohemio, un álbum con nombre de adjetivo que encierra un solo sustantivo: él mismo.