A las 4 p.m. del 8 de diciembre, Amparo Jiménez Guzmán llevaba ocho horas continuas pegada al teléfono. Había marcado desde Galeras (Sucre) 120 veces a toda Colombia para comunicarse con alguien, quien fuera y donde fuera, que se dignara a explicarle por qué su sobrino, ganador zonal del Caribe, no estaba en la final nacional que se celebraba al día siguiente en Bogotá.
Aunque la profesora de matemáticas de Juan Camilo Villacob Zarante tenía los nervios destrozados por la tensión, no estaba dispuesta a desistir a la idea de que el joven participara en la gran final de Supérate con el Saber, un honor que se había ganado al conquistar el primer lugar en las pruebas de matemáticas de noveno grado de la Costa Atlántica. El problema que la agobiaba es que justo a esa hora los menores de todo el país ya habían participado en la semifinal y habían pasado su primera noche en Bogotá. Y a su sobrino nadie lo había llamado.
Entonces cambió de estrategia. Su dura vida se lo había enseñado: había que apelar a la recursividad cuando el hambre o los cerrojos del destino le bloqueaban las salidas. Llamó a un cuñado que tenía un amigo, que a su vez era amigo de otro conocido, y que conocía a la familia de un niño de Sampués, el cual participaba por Sucre en la final nacional. En una maravillosa cadena de solidaridad, consiguió el teléfono del niño. Lo llamó a Bogotá, contestó su papá y ella le explicó aprisa todo al hombre. El padre de familia no colgó hasta que no consiguió a alguien que tomara en serio el caso de Juan Camilo.
Finalmente, Amparo le contó todo a un funcionario del Ministerio de Educación. El hombre quiso corroborar si aquello era cierto, y claro que lo era. También era tarde para explicaciones. Tarde para todo. Así que empezó una revolución en Bogotá y en Galeras. 'Tiene que llevarnos, tenemos que estar ahí, nos lo ganamos', le decía Amparo. Ya no alcanzaban a viajar a Montería, a tres horas de distancia, porque el último vuelo estaba encima. La última y desesperada solución era Cartagena, en el último vuelo de la noche. '¿Alcanza?', le preguntó el funcionario.
'Como sea alcanzamos. Allá estaremos', dijo Amparo.
Debían correr. Mientras su hija le empacaba a la docente lo primero que encontraba en el armario y Juan Camilo metía lo que encontró a mano, la solidaridad de Galeras salió a flote: varias vecinos le entregaron sus ahorros de fin de año a la profe y le dieron sus tarjetas débito con saldos nunca superiores a 200.000 pesos por si acaso tenía que comprar tiquetes de avión.
El último colectivo del día salió de Galeras a las 5 p.m. y lograron llegar al borde de las 10 de la noche a Cartagena, sin comer, ansiosos, con la zozobra de no saber qué les esperaba, pero con un ardor vital en el alma y en el pecho. Se trataba de la rabia de haber estado a punto de quedar por fuera después de una vida entera esperando una oportunidad así y el fuego de quien entiende que solo lo espera el fracaso y la dificultad de todos los días o, por una vez, la gloria.
Estudiar sin detenerse. La vida de Juan Camilo se había llenado de números al desayuno, en la noche, los recreos y sus ratos de paz. Después de la jornada escolar de 6:30 a.m. a 12:30 p.m., el taciturno joven salía adonde su tía. Junto con su prima repasaba temas como la geometría y la estadística y resolvía problemas aritméticos que incluso a los mismos profesores les costaba trabajo responder.
Juan Camilo se dedicaba a ello como un devoto a sus rezos. Hijo de madre soltera, su mamá había dedicado su vida a trabajar como empleada doméstica y con los ahorros había comprado una mototaxi. Con ella pagaba para los pasajes de su hijo cuando tenía entrenamiento de fútbol. Pero trabajaba tanto que permanecía ausente. Así que la decisión del joven era clara: reventarse la cabeza aprendiendo lo que no sabía adonde su tía, sin pausa. Sábados y domingos. Después del fútbol, al que asistía tres veces por semana, incluso si eso le implicaba trasnochar. Repasar siempre. Hubiera o no pruebas. El joven explica su devoción con una sola frase: 'Me gusta estudiar'. Amparo presionaba porque sabía que venía lo más duro.
Temas como la medición de un perímetro o la resolución del área de un trapecio. La geometría avanzada y las derivadas. Las raíces de la función cuadrática y las funciones logarítmicas. Así, hasta la prueba clasificatoria, en la que internet le jugó la mala pasada de caerse tres segundos antes de enviar los resultados y su examen quedó en blanco. Amparo logró que al joven le dieran otra oportunidad. En ese momento comenzaron a luchar contra las adversidades.
En la segunda clasificación, Juan Camilo pasó sin problemas, aunque llegó tarde a la prueba porque ya desde entonces nadie le avisaba y se enteraba por otros lados. Llegaron a las pruebas zonales de Barranquilla tras cinco horas de viaje y después de haberse perdido porque nunca les informaron la dirección de las pruebas. Cuando le dieron la altísima nota que lo clasificaba a la final nacional no pudo celebrar: faltaban los resultados de San Andrés, y hasta que ellos no participaran no podrían definir el ganador de la Costa. Mejor dicho: estaba casi listo, pero pronto le confirmarían. Y ese pronto no fue. Por eso, el sábado a las 4 p.m. Amparo llamaba a todo el mundo, un día antes de la final.
El 7 de diciembre a las 7 p.m. el profesor Antonio Suárez había enterado al revisar la página de Supérate con el Saber. Entre los finalistas vio el nombre de Juan Camilo Villacob Zarante, el hijo de Bernarda Villacob Zarante, el persistente chico nacido en 1998 y morador de una casa sencilla en la calle Tierra Hueca de la carrera 18 de Galeras.
Miró dos veces para estar seguro. Y sí, era el mismo muchacho, que en ese momento ya había olvidado que lo invitarían a la final nacional de Supérate con el Saber, y que se preparaba para jugar el domingo 9 la final de fútbol de Sucre en la categoría de 15 años. El mismo Juan Camilo que entrenaba tres veces a la semana con la Escuela Semillero Sucreño y jugaba de volante bajo el número 6 y que ese domingo tendría, si aquello era cierto, dos finales al tiempo.
La emoción de un pueblo. Llegaron a Bogotá a la 1 a.m. tiritando del frío y agotados por el viaje. En el hotel les dijeron que Juan Camilo presentaría la semifinal al día siguiente totalmente solo. Apenas durmieron. A las 10 a.m. el joven presentó la prueba mientras los demás estudiantes recorrían la ciudad. Amparo les pidió a amigos y a su esposo que recargaran sus teléfonos para mandarle mensajes de apoyo positivos a su alumno.
Solo en la final el joven conoció a los estudiantes venidos de todo el país, que en ese punto ya habían convivido dos días seguidos. Juan Camilo y su profe iban con la ropa menos apropiada para el frío.
'Tenía lo que mi niña de 9 años me había metido en la maleta. Los demás iban encopetados y elegantes', recuerda Amparo. Primero premiaron a los estudiantes que más horas dedicaron al estudio. 'Si no gané fue porque el internet vivía caído en el pueblo', dice Juan Camilo. Después vino la final. Y entonces resurgió la llama, el fuego, la chispa, la ignición que alimentaba a la profesora y al alumno desde hacía muchos meses: esa pobreza de años de privaciones, ese sueño de toda una comunidad resumido en ellos dos.
Ganó. 'Galeraaas', gritó Amparo desde la tribuna cuando dijeron el nombre de su pupilo. 'Ganamooos', gritó el pueblo entero de Galeras cuando vio por Señal Colombia el resultado de la prueba. El domingo 9 de diciembre todos salieron a abrazarse y a cantar frente a la casa de la profe, en la calle Los Laureles. 'Se nos erizó la piel, lloramos', recuerda el profe Toño, que ese día había vivido otra emoción: su equipo, sin Juan Camilo, había ganado el trofeo mayor de su categoría en el torneo de fútbol de Sucre. 'Lo llamamos y le contamos. A él le dio pesar no estar, pero se lo dejamos en claro: en el equipo tenía reemplazo. En Supérate con el Saber no'.
El pueblo los recibió con una caravana que arrancó desde Corozal y los llevó a bordo de una camioneta hasta Galeras.
Hubo tarima, apareció el alcalde y le prometió que mientras estudiara 'no le faltaría ni un lápiz'. Desde entonces Juan Camilo no ha vuelto a verlo.
El sudor aparece en la frente de Amparo. En su rostro hay signos de cansancio, pero predomina la fortaleza de una vida forjada en las batallas.
De hecho, Amparo es la menor de una familia cuyos mayores no superaron la primaria. Ella decidió estudiar y ya a los 12 años caminaba sin desayuno al colegio, decidida a cambiar su vida cuando el mundo le daba solo dos posibilidades: repetir el esquema o ser distinta.
Su autoestima se forjó en esos años al igual que su vocación: desde que cursaba el octavo grado, recibía en su casa a niños que no podían ir a la escuela y les dictaba lo que sabía en un tablero improvisado. Sacó a su familia adelante y se metió en la cabeza un lema de vida: 'El día de hoy será mejor que el de ayer'. No siempre lo era, pero igual lo repetía.
Quería llegar lejos. Se inscribió en la Universidad de Sucre y se licenció en Matemáticas. Sin dinero, trabajó de noche alfabetizando y como docente de primaria. Una noche se encontró con solo un tomate de árbol y una cucharada de azúcar para comer. Los tomó con agua, se durmió y repitió su lema: 'El día de hoy…'.
Por eso recibía a Juan Camilo y a otros niños en su hogar y trasnochaba repasando hasta las 11 p.m. Por eso llamó 120 veces en ocho horas. Por eso, supo ver en él lo que también ella había sido alguna vez, lo que ella había sufrido, llorado, el hambre que había pasado, la vida en contra, las oportunidades cerradas que habían sido abiertas solo después de derribarlas cuando entendió que nadie se las abriría. Por eso vio el fuego que lo alimentaba. Y vio que él ardía igual que ella.
Por eso ganaron.