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Flórez se retiró de la vida pública cuando retornó al país después de casi cuatro años de sus giras triunfantes en el extranjero, pero no para regresar de nuevo a Bogotá, la capital culta y aristocrática de la época, sino para recluirse en una aldea de aguas azufradas en la costa atlántica de Colombia, llamada Usiacurí, a pocos kilómetros de Barranquilla. Y allí logró realizar el sueño de los románticos: el regreso a la naturaleza.

En la aldea se había enamorado de una estudiante de bachillerato de origen nativo, y con ella formó una familia. Su salud decaía rápidamente, se estaba gestando en su rostro una enfermedad terminal, posiblemente un cáncer en el oído izquierdo que terminó deformándole la cara y que redujo al máximo su capacidad vital.

En 1923, después de trece años de su regreso al país y tras consultar a varios hospitales de Panamá en busca de cura para un mal no diagnosticado, comienza a ser objeto de una acuciosa labor de conversión religiosa por parte del Lorenzo J. Casalins, sacerdote encargado de la parroquia de Usiacurí.

Ya casi moribundo, el poeta accedió a volver a los sacramentos y, después de dos semanas de haberse sometido a la faena agotante de su coronación como Poeta colombiano, confesó sus pecados, comulgó, contrajo matrimonio católico, y aceptó que sus hijos fueran cristianizados por medio del sacramento del Bautismo.

Como efecto civil de este matrimonio, según lo contemplado en Colombia por el Concordato existente entre gobierno e iglesia y todavía vigente en su época Julio Flórez recibió el beneficio familiar de que sus hijos quedaran protegidos por las leyes pudiendo heredar el producto económico de sus labores de literatura, trabajo del campo y vivienda, y además, permanecer protegidos en educación por el gobierno con beneficios de becas paras estudios escolares y universitarios. Ante estos acontecimientos de su vida privada que se tornaron en asuntos públicos, la gente de Usiacurí gritaba alborozada recorriendo las calles: ¡milagro, milagro!

Para algunos investigadores, no fue un milagro religioso sino efecto del Concordato de 1896 que los hijos habidos en una unión fuera de la iglesia católica, no se consideraban 'legítimos' sino 'naturales' y por lo tanto, sin derechos de herencia. Para Julio Flórez, como padre responsable, era necesario dejar asegurado el estudio y buen pasar de sus cinco hijos tras su muerte cercana. Y quizá por esa causa, dio el paso decisivo de plegarse a los mandatos de la iglesia y del Estado, y retornar al sitio en que lo había colocado su condición de ciudadano colombiano, católico, apostólico y romano.